
No necesitamos a ningún Homero contemporáneo para comprender que en la España de hoy se han instalado dos caballos de Troya. En la ciudad de La Ilíada también hubo dos. Uno, el de madera, el ingenioso invento del taimado Ulises, que introdujo el fin de la historia en la vieja fortaleza de Ilión, hasta entonces inexpugnable. El segundo, el desconocimiento del adversario, ignorancia letal que condujo a introducir en el corazón de la acrópolis troyana al caballo exterminador, cuya construcción y significado no supieron interpretar. De las tres decisiones que se barajaron, se eligió la peor. Las dos primeras conllevaban la destrucción del caballo y la última, la que se prefirió, conservarlo en la ciudad, con el trágico desenlace ya conocido.
El proceso de la reconciliación española, que consumó la Transición de la mano de la Monarquía y Adolfo Suárez, fue iniciado mucho antes. Incluso el PCE de Santiago Carrillo y la Pasionaria, en junio de 1956, en su muy poco leída Declaración por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español, puso su granito de arena para lograr ese objetivo, aun cuando la muerte de Stalin les impelía a un cambio interesado de estrategia.
Aquella reconciliación, palabra usada en el texto del PCE de hace 62 años nada menos que 24 veces, se consideraba la única opción para la convivencia nacional: "Fuera de la reconciliación nacional no hay más camino que el de la violencia"; y se añadía: "Crece en España una nueva generación que no vivió la guerra civil, que no comparte los odios y las pasiones de quienes en ella participamos. Y no podemos, sin incurrir en tremenda responsabilidad ante España y ante el futuro, hacer pesar sobre esta generación las consecuencias de hechos en los que no tomó parte". Es más, definía que "la pasada guerra civil deja de ser la línea divisoria entre los españoles, y en primer plano, aparecen ante éstos los problemas de la libertad, de la soberanía nacional y del desarrollo económico del país".
Pero la reconciliación, que parecía consolidada tras dos generaciones democráticas, cuenta ahora con dos caballos de Troya, siempre dos y esencialmente los mismos. Uno, la herencia de una izquierda incapaz de reflexionar sobre sus fundamentos teóricos y su comportamiento histórico y, por ello, insensible para pedir perdón por sus desmanes pasados, que llevaron a Machado a escribir su
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios.
Una de las dos Españas,
ha de helarte el corazón.
Lean bien, porque eran dos las que helaban, no una sola.
La alianza de algunas elites socialistas-separatistas-podemitas es el principal mecanismo estratégico con voluntad de acabar con la democracia española de 1978 instalada en un artilugio legal y constitucional que permite que con solo 84 escaños, sin programa de gobierno conocido, por la vía del decreto-ley y mediante procedimientos desnaturalizados como una moción de censura usada falsamente para convocar elecciones urgentes, se esté gobernando de hecho desde un sectarismo desconocido desde la infernal etapa de Zapatero, hoy cómplice del Gobierno de Maduro e inspirador del actual estado de cosas.
Pero hay otro caballo de Troya: los demócratas sinceros. Ni siquiera dentro del PSOE, ni del comunismo tradicional que aún queda, ni en el centroderecha ni en ninguna parte de los defensores de una democracia reconciliada hay iniciativas que conduzcan a impedir el desastre que se avecina. Aquí estamos, ante la trampa, debatiendo qué hacer mientras en el seno del artilugio totalitario se afilan las espadas. Los troyanos tomaron la peor decisión. A ver nosotros.
