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Luis Herrero

La semana patética

Después de aguantar toda una semana de golpes, Sánchez queda completamente noqueado por las sospechas de plagio y negritud de su tesis.

Sánchez, visiblemente molesto tras la sesión de control. | EFE

Ha bastado una pedrada en el estanque para desencadenar una tormenta. Nada hacía presagiar que la sesión de control al Gobierno del pasado miércoles fuera a tener un efecto desencadenante tan llamativo. Hasta ese momento, aunque cada vez más magullado por los golpes, Sánchez aun renqueaba por el centro del cuadrilátero.

Margarita Robles, envuelta en la bandera del pacifismo, le había abierto una ceja al anunciar por su cuenta y riesgo el bloqueo de la venta de bombas a Arabia Saudí. Como represalia, la diplomacia saudita amenazó con anular la adquisición ya comprometida de las corbetas que se estaban armando en los astilleros de Cádiz. Los trabajadores se pusieron en pie de guerra y Susana Díaz, en vísperas electorales, amenazó con armar la de San Quintín si no se desautorizaba a la ministra de Defensa.

Casi al mismo tiempo, la ministra de Justicia, obligada a rectificar el abandono a su suerte del juez Llarena, había golpeado el hígado presidencial durante una comparecencia parlamentaria surrealista en la que se desmintió a sí misma, ignorando la nota de prensa que ella misma puso en circulación, para no tener que reconocer que en Moncloa le habían enmendado la plana. Mejor mentirosa que desairada.

Dos días después, el golpe más duro. Directo al mentón. La ministra de Sanidad, cazada en un caso calcado al de Cristina Cifuentes, tenía que largarse del Gobierno por la puerta vergonzante -la de la destitución disfrazada de inmolación voluntaria- después de haber balbucido explicaciones inconsistentes y mentiras podridas para ocultar su conducta académica indecorosa. Se aferró al cargo hasta el último minuto, con la ayuda teledirigida de José Luis Ábalos y Adriana Lastra, las voces de su amo, pero la evidencia del plagio, exhibida por La Sexta cuando ya parecía que amainaba la tormenta, acabó por derribarla como a un fardo.

A pesar de tanta contusión, tambaleante pero todavía en pie, Pedro Sánchez sujetaba las riendas del combate gracias a los balones de oxígeno de sus socios de investidura. Carles Puigdemont y Pablo Iglesias siguen interesados en alargar la legislatura todo lo posible. El primero aun aspira a doblar el brazo del Gobierno en el pulso del referéndum y el segundo necesita que el PSOE se cueza en su propia salsa, alargando su desgaste todo lo posible, para revertir el trasvase de votos que ha mandado el sueño del sorpasso a la vitrina de las quimeras.

En la Diada, de acuerdo al plan, el independentismo amagó pero no dio. Sigue a la espera de que las conversaciones secretas fructifiquen. El papelón de Grande Marlaska, prometiendo en falso que iba a garantizar la neutralidad de unos edificios públicos que siguen emperifollados con lazos amarillos días después de su solemne compromiso, y más tarde la bajada de pantalones de Borrell -el guardián de la ortodoxia jacobina- definiendo a Cataluña como nación y mostrándose partidario de la puesta en libertad de los rebeldes encarcelados, indican que la esperanza separatista no es infundada.

Podemos, entretanto, optó por refugiarse en un ominoso silencio para no vigorizar la tunda de golpes que estaban desfigurando el rostro de Sánchez. Que los podemitas no quisieran entrar a degüello después de la pasmosa disertación de la portavoz Isabel Celaá sobre las bombas inteligentes que discriminan la nacionalidad de sus víctimas antes de segarles la vida para no equivocarse de objetivo demuestra que prefieren hacer de aguadores del púgil en apuros que de puntilleros. No quieren un K.O. rápido. Necesitan que acabe hecho un ecce homo para ir vampirizando poco a poco su aureola electoral.

Así estaban las cosas cuando, el miércoles por la mañana, Albert Rivera olió la sangre y cargó contra el presidente sacando a relucir inesperadamente las sospechas de plagio y negritud de su tesis doctoral. Bastó esa maniobra para que, en un pispás, pasaran dos cosas que cambiaron drásticamente el curso del combate. Sánchez se encogió sobre sí mismo, como si el guantazo le hubiera dejado sin respiración, y comenzó a dar manotazos al aire. De repente estaba agazapado en el rincón del cuadrilátero, con los brazos sobre la cara, como si toda la debilidad acumulada le hubiera aflorado de golpe.

La otra cosa que pasó es que Pablo Casado, que se las prometía muy felices en su debut como mandamás de los suyos en el coso parlamentario, se volvió invisible. En la pelea de los chanchullos académicos que han llevado insignias inmerecidas a la pechera de los políticos, el nuevo jefe del PP se mueve con un brazo atado a la espalda. Durante seis horas mantuvo a su partido al margen de la ofensiva que no solo estaba sirviendo para poner de manifiesto la pavorosa labilidad del sanchismo, sino para investir al verdadero líder de la oposición. Rivera, sorprendentemente, ganó esa partida por incomparecencia de su rival.

Así las cosas, la gran pelea parece cosa de dos. Si Casado no espabila a tiempo, está muerto.

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