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José María Marco

George H. W. Bush, el patriota prudente

Los fracasos y los éxitos de Bush vienen del mismo punto. Fue un hombre elegante, naturalmente proclive a dialogar con el adversario político.

Los fracasos y los éxitos de Bush vienen del mismo punto. Fue un hombre elegante, naturalmente proclive a dialogar con el adversario político.
Estatua de George H.W. Bush. | EFE

A finales de febrero de 1991, la coalición liderada por Estados Unidos derrotó al Ejército iraquí que había invadido Kuwait siete meses antes. George H. W. Bush, el presidente norteamericano que había conseguido ganar la guerra a su estilo, tras una larga negociación con sus aliados, se abstuvo de invadir Irak y derrocar a Sadam Hussein. Desde entonces la decisión ha sido considerada un acierto, en particular en comparación con la de su hijo, que sí lo hizo en marzo de 2003. También es verdad que Bush padre dio a Sadam Hussein la ocasión de perpetuarse en el poder y masacrar a los chiítas iraquíes sin restricciones.

En política interior, Bush tuvo que ejercer la Presidencia con las dos cámaras del Congreso en manos de los demócratas. La crisis económica de principios de los 90 le llevó a pactar con ellos una subida de impuestos sin garantizar contrapartidas en reducción de gastos o de regulaciones. Contradijo así una de las promesas que le llevó a la Casa Blanca, la muy célebre de "Lean mis labios: nada de subida de impuestos". El cambio de criterio desencadenó una campaña en contra en el campo republicano y suscitó la candidatura atípica de Ross Perot, multimillonario populista que se hizo con el 18,9% del voto popular en las elecciones de 1996. A pesar de que para entonces la economía norteamericana había salido de la recesión y crecía al 4,6%, Bush, que obtuvo el 37% del voto, perdió las elecciones ante Clinton. Sería uno de los diez presidentes con un único mandato, después de haber conseguido algo igualmente raro, como es que la Presidencia permaneciera en manos del mismo partido después de dos mandatos, los dos de Reagan, durante los cuales ocupó, con eficacia y lealtad, el difícil puesto de vicepresidente.

Los fracasos y los éxitos de Bush vienen del mismo punto. Fue un hombre elegante, naturalmente proclive a dialogar con el adversario político. Hoy un perfil como ese resulta exótico, pero ya por entonces el modelo empezaba a dar muestras de agotamiento ante la movilización de fondo que había llevado a la Presidencia a Ronald Reagan. Reagan, que supo atraerse a aquel hombre que venía de un mundo anterior –el de las grandes oligarquías político-financieras norteamericanas del siglo XX–, también había comprendido mejor el cambio que se había producido, o se encontraba más cómodo con él.

Ese carácter dialogante de Bush Sr., forjado en su cargo de embajador de Estados Unidos ante la ONU entre 1971 y 1973 –designado por Nixon, que lo apreciaba, cuando Bush carecía de experiencia diplomática–, le sirvió para conseguir algunos de sus grandes éxitos. Uno de ellos fue la Primera Guerra del Golfo. El más importante, que sigue suscitando la admiración general, fue la gestión de la crisis producida por la caída del Muro de Berlín y el colapso del comunismo. Las alianzas que entonces forjó y su buen uso de la herencia reaganiana resultaron decisivas para que aquellos hechos, y los que condujeron al derrumbamiento del imperio soviético, tuvieran lugar sin derramamiento de sangre ni enfrentamientos bélicos. Los choques vendrían después, con la reaparición de los nacionalismos en la esfera exsoviética, pero eso se produciría con otro presidente. (Bush, siempre prudente, apoyó en su momento la continuidad de la República de Yugoslavia).

Cuando era necesario, Bush también sabía imponerse, como cuando forzó la salida de Noriega de la Presidencia de Panamá tras haber invadido el país, en 1989. El tacto y el pragmatismo de Bush 41, como dicen norteamericanos, sólo se entiende bien si tiene en cuenta la recuperación de la confianza que Estados Unidos había vivido, después de las grandes crisis de los 60 y los 70, durante la década de los 80.

Hoy es recordado por muchos –entre ellos por quienes en su momento lo criticaron– como un modelo de civilidad. Como en el caso del senador John McCain, su recuerdo servirá para seguir con la crítica a Donald Trump, por el que Bush no sentía, es verdad, ninguna simpatía. No hay por qué intentar comprender su figura y su acción a la luz de un mundo que no era el suyo. Al revés, el recuerdo de un hombre patriótico y cauto, no por ello menos valiente, sirve para intentar comprender mejor el de hoy en día.

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