Con la victoria socialista en las elecciones generales se han aclarado muchas cosas. Por ejemplo, a los once millones de españoles que han votado a los partidos izquierdistas les importa tan poco su patria que han elegido como presidente a quien ha demostrado estar dispuesto a pactar con sus enemigos con tal de gobernar.
El golpe de Estado catalanista no debe de resultarles relevante, así que los golpistas totalitarios podrán seguir preparando su siguiente paso con total tranquilidad. Por supuesto, podrán continuar con su paciente lavado de cerebro a través de las escuelas y los medios de comunicación, con los letales efectos a largo plazo que no hará falta explicar.
Evidentemente, un nuevo artículo 155 que restableciese el imperio de la ley en Cataluña es inimaginable. Y, también evidentemente, los indultos a los golpistas –golpe de gracia al ya moribundo Estado de derecho– no se harán esperar, por lo que el Tribunal Supremo, desautorizado por adelantado, continuará haciendo su trabajo por inercia y sin esperanza alguna de ver la ley respetada.
Una incógnita muy interesante que se reabre con el dominio socialista es el futuro constitucional de España. ¿Se avanzará en la descentralización, es decir, en la disolución del Estado? ¿Se desempolvarán de nuevo las propuestas de reforma constitucional federalizadora? Tengamos presente que Felipe González acaba de declarar que la única solución para España, vista la persistencia del problema separatista, es la federalización. Ni él ni ningun otro político corresponsable del actual desastre tendrá nunca la decencia de confesar su culpa y la inteligencia de darse cuenta de que con más dosis del mismo problema no se resuelve el problema. La única solución es la destrucción del régimen totalitario que ha envenenado a catalanes y vascos y la corrección de la legislación constitucional española que lo ha hecho posible.
Otra cuestión que en este momento parece haber pasado a segundo plano pero que acabará destacándose más pronto que tarde es la posibilidad de algún referendo en Cataluña; y, posteriormente, que a nadie le quepa la menor duda, en el País Vasco. Se ha solido dar respuesta a esta cuestión con criterios estrictamente jurídicos: la Constitución no permite un referendo en el que no participe el conjunto del pueblo español. Es cierto, pero también es insuficiente. Porque del mismo modo que una Constitución hoy no lo permite, nada impide que esa misma Constitución una vez reformada, u otra Constitución, lo pueda permitir en el futuro.
Durante un tiempo se usó mucho el criterio económico: Cataluña se empobrecería fuera de España. Pero un par de millones de catalanes, ofuscados con opresiones patrióticas inventadas, han demostrado con insistencia que el dinero les importa un bledo con tal de tirar a la basura para siempre el carné de identidad español.
También se ha empleado el criterio democrático, o quizá habría que llamarle aritmético, que al fin y al cabo es lo mismo, desgraciadamente: las aspiraciones de los separatistas nunca llegarán a buen fin porque los españoles somos más que los separatistas. Cierto, pero nada impide que algún gobierno izquierdista, intrínsecamente alérgico a su propia nación, acabe maniobrando para aceptar, de un modo u otro, que una sola región vote en algún tipo de referendo. Se dirá que será sólo consultivo, simbólico, y que no tendrá efectos jurídicos. Lo mismo que los nefastos Zapatero y Rubalcaba dijeron de las solemnes proclamaciones nacionales del segundo estatuto catalán, y ya hemos comprobado sus escasos efectos "simbólicos" y "no jurídicos".
Pero el criterio fundamental, nunca recordado, es la insostenibilidad moral del separatismo. Porque economías, leyes y urnas aparte, el separatismo es inmoral por su esencia y su práctica totalitarias. Los separatistas se han valido, y se siguen valiendo, de las instituciones emanadas de la Constitución española no para gobernar con eficacia, sino para destruir desde dentro el Estado del que forman parte. Los separatistas han monopolizado, y siguen monopolizando, los medios de comunicación públicos para impedir la libertad de expresión, para establecer un discurso de una unanimidad que habría asombrado a Orwell y para acallar las voces discordantes. Los separatistas han abusado, y siguen abusando, de la inocencia de los niños para adoctrinarlos en mentiras y odio contra sus compatriotas de fuera de Cataluña. Los separatistas han empleado, y siguen empleando, a la policía autonómica como un ejército privado enfrentado al Estado del que forman parte. Y durante el medio siglo de crímenes etarras, los separatistas han disfrutado, y siguen disfrutando, de las ventajas políticas emanadas del terrorismo, pues no olvidemos que no ha desplegado sus efectos sólo en tierras vascas.
Aun en el caso absurdo de que se considerase posible un referendo, simbólico o efectivo, consultivo o vinculante, ¿pueden los españoles aceptar esta aberración como la situación de partida para plantearse su disolución como nación? ¿Son éstas las condiciones de libertad de expresión, igualdad de oportunidades para todas las opciones políticas, respeto a la ley y paz social exigibles para una decisión de semejante envergadura?
Varias generaciones tendrían que pasar para limpiar Cataluña de los efectos de cuatro décadas de totalitarismo diseñado por Pujol, continuado por sus sucesores y tolerado desde Suárez hasta Sánchez.