El tal doctor farsante hizo la vida imposible al bueno de Sancho Panza, feliz como se encontraba el hombre ante una amplísima mesa surtida de apetitosos manjares. Al disponerse a catar uno u otro plato, el doctor Tirteafuera le disuadía de hacerlo con diversos argumentos paracientíficos. Todo estaba contraindicado de acuerdo con los organizadores de la farsa. Al final, el paciente Sancho tuvo que contentarse con la dieta inveterada: un mendrugo y un cacho de queso rancio.
La farsa cervantina se ha replicado en este mes, a escala mundial, con la noticia de un sesudo informe por parte de un equipo de bromatólogos auspiciados por la ONU. Tras concienzudas y bien subvencionadas investigaciones, los sabios vienen a concluir que la humanidad debe abstenerse de la acostumbrada ración de carne para sustituirla por legumbres, verduras y cereales. Una de las razones para el cambio, realmente ingeniosa, es que los animales que nos proporcionan la carne producen un exceso de metano. En cuyo caso al final se enturbia todavía más la atmósfera y se aceleran el calentamiento del planeta, el cambio climático y la transición ecológica. Seguramente se han olvidado los investigadores, tratados a mesa y mantel por la ONU, de que la ingesta de legumbres también produce flatulencias de metano en la digestión humana. Por otra parte, resulta sarcástico que se intente racionar la provisión de carne a los muchos pueblos que todavía viven al borde de la indigencia colectiva.
Lo de los bromatólogos de la ONU parecería una broma (perdón por el retruécano) si no fuera porque resulta consonante con la cruzada de los vegetarianos o veganos, cada vez más plastas. La insistencia para que reduzcamos la ración de carne en la alimentación humana nos retrotrae a la humanidad de hace unos 50.000 años, más o menos. Antes de esa fecha y durante los primeros millones de años, la especie de los homínidos sobrevivió penosamente como recolectora de bayas y raíces, atrapando insectos y pequeños animales. De vez en cuando nuestros lejanos ancestros trataban de disputar el festín de carne que se daban las fieras. A los homínidos les quedaba solo roer la carroña que dejaban las fieras después de que estas se habían saciado. Por fin, con la revolución neolítica de hace 50.000 años, más o menos, el hombre pudo empezar a cultivar la tierra, cazar cuadrúpedos y domesticar algunos animales productores de carne. Gracias a lo cual se produjo un fantástico desarrollo, lo que llamamos propiamente civilización y cultura. En efecto, por esas mismas fechas se supone que los hombres empezaron a articular sonidos, a comunicarse con palabras. Hoy sabemos que la ingesta de proteínas a través de la carne de algunos animales es la forma más eficiente de alimentarse, si bien hacen falta unos cuantos más nutrientes. La variedad alimentaria es lo que permite la maravillosa actividad del cerebro humano.
Pues bien, ese extraordinario proceso de liberación toca a su fin, tal es la presión vegana, bendecida ahora por las Naciones Unidas. Tengo para mí que dicha campaña no es tanto por prohibir la carne como alimento sino por el placer que produce en los poderosos establecer cualquier tipo de prohibiciones. Esa es la esencia del poder, como expresa muy bien el apólogo del doctor Tirteafuera; quien seguramente había copiado la tesis, aunque el detalle no nos lo corroboró Cervantes.
Ya de paso, uno se pregunta qué utilidad pueden tener la ONU y siglas conexas, como la FAO, la Unesco o la OCDE, entre otros acrónimos de parecida factura. Pertenecer a ellos nos cuesta a los españoles y a otros congéneres un monto disparatado. No es fácil calibrar las posibles ventajas de tales organizaciones, que viven solo para perpetuarse y emitir de cuando en cuando algunos informes y estadísticas. Son la expresión máxima de lo onerosa que resulta la trama burocrática internacional que por todas partes nos cerca. Haría falta un gran fermento revolucionario para librarnos de tal silenciosa opresión. Resulta sarcástico que la ONU, al final, fuera a significar la enemiga del progreso de la humanidad.