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Cristina Losada

Ah, el fracaso

Ya están aquí los que se rasgan las vestiduras, fariseos, por el fracaso de los dirigentes políticos.

Ya se echaba en falta, pero ya está aquí. Ya están aquí los que se rasgan las vestiduras, fariseos, por el fracaso de los dirigentes políticos. O de los partidos políticos. O de ambos, y siempre, explícitamente, de todos. Porque los instantes de crisis, cuando lo que se veía que iba a fallar falla, son el momento de los rasgadores. Entonces, aparecen en los púlpitos de los grandes medios de comunicación no para analizar responsabilidades ni para examinar cómo se ha llegado al fallo, sino para echar una gran red de culpa sobre el conjunto de los líderes y los partidos. Sin distinciones. Esto, que engorda el fracaso, adelgaza la responsabilidad de cada uno. Y obvia, cómo no, la que tienen esos grandes medios donde reinan por un día los rasgadores. Porque efímeros son. Al día siguiente, dejan de impartir la culpa general y vuelven a su ser sesgado.

Los rasgadores tienen, más o menos, dos modos operativos. Antes del fiasco, cuando ya hay problemas, denuncian el espectáculo. ¡Qué espectáculo están dando los partidos!, es una frase tipo del rasgador, que acompañan de la lamentación por el daño que el tal espectáculo inflige a la confianza de los ciudadanos en la política. Cuando se consuma el fiasco, llega el rasgador propiamente dicho, con su indignación echando humo, su desaprobación más severa y su adjudicación de la responsabilidad, que va a todos los políticos por igual y a ninguno en particular. Que no se diga que salvan a uno solo. No, señor. Todos al trullo. Simbólico. Y naturalmente provisional.

Es característico de los rasgadores que apunten sus escopetas de feria contra los políticos desde la posición del pueblo. Al pueblo no lo conocen, ni les importa, pero se enraizan momentáneamente en el pueblo, como si fueran uno más, un ciudadano cualquiera, para clamar que todos los políticos se han portado mal, muy mal, y que les han fallado a la sociedad y a la ciudadanía en pleno, a la que no van a poder explicarle su reprobable conducta. Suelen decir, cucos, por despertar simpatía en el ingenuo, que el ciudadano ha cumplido de manera impecable con su responsabilidad y su tarea, mientras que los políticos no han hecho más que decepcionarla y frustrarla. Igual algunos lo creen sinceramente, en ese instante, no más allá. Pero el artificio no puede disimular de qué va la función. Si culpan a todos, no culpan a nadie. Es más, culpando a todos, pueden absolver a los que sí les importan. Que son políticos, claro: los suyos.

En el sermón laico de los rasgadores va implícito que los políticos existen en el vacío. Un vacío lleno de despachos y moquetas, pero completamente aislado. Es la vieja idea, tan manida durante la crisis, de que no pisan ni pulsan la calle. Pero los políticos no existen en el vacío. Pueden estar vacíos: de convicciones, de ideas, de conocimientos, de moral, de lo que se quiera. Sin embargo, sus decisiones, su comportamiento político, no brotan en el aislamiento de la cápsula hermética, sino en un entorno, en correlación. Quizá hay que lamentarlo. Puede lamentarse que no se sustraigan a las influencias de unos y otros, de los continuos sondeos, de los medios de comunicación de mayor peso. Pero el hecho es que no se sustraen. Cuando la correlación incluye la prolongada instrumentalización política de los medios, no sólo de los públicos, se entiende que aquellos hagan como si no tuvieran nada que ver en el fracaso que denuncian tan dramáticamente y recurran a los rasgadores.

Son muchas las reprimendas por el gran fracaso, la mala conducta de los políticos y los daños inmensos a la confianza, todo así, en la generalización más disolvente. Lo que no aparece en ellas es una sola crítica al hecho de que el presidente en funciones pervirtiera su comparecencia institucional para anunciar la convocatoria de elecciones con un ataque abierto al resto de partidos. Es el tipo de desmanes que encubren los rasgadores.

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