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Amando de Miguel

Desventuras colectivas y propaganda triunfalista

Los ignaros gobernantes no aprenden que los puestos de trabajo los crea la sociedad bien dispuesta y organizada, no el Gobierno.

El triunfalismo es la exaltación desproporcionada y altisonante de ciertos hechos históricos o determinadas posiciones políticas. El Gobierno de turno recurre a tal expediente en las guerras. Cada uno de los dos bandos tiende a exagerar sus victorias y a minimizar sus derrotas. Se trata de una pueril forma de propaganda; se supone que anima a los respectivos ejércitos.

No hace falta llegar al extremo de la crónica bélica. En el acontecer político diario, el Gobierno español actual y sus terminales dizque mediáticas tienden al recurso triunfalista, precisamente, para ocultar las miserias reales y destacar los hipotéticos triunfos. Un ejemplo paladino lo tenemos estos días en nuestro país. Es el momento en el que se inicia la mayor hecatombe económica de nuestra historia contemporánea, como consecuencia, en parte, de la epidemia china. Como el Gobierno no sabe cómo atajar esos dos desastres oceánicos, recurre a la salida triunfalista.

Hace ya algunos meses, el jefe del Gobierno proclamó que el virus había sido derrotado y comenzaba la “nueva normalidad”. Ahora, con la epidemia rampante y los ominosos signos de la coyuntura económica, el Gobierno hace saber que “la economía española ha iniciado la recuperación de la crisis”. Una declaración tan triunfalista choca con la experiencia de la masa informe de las personas sin trabajo, cuyo número crece por días. Está a punto de llegar a la cifra de parados más alta de nuestra historia contemporánea. No es solución que los desempleados reciban la etiqueta de ertes. Habría que decir inertes.

Con una atenta mirada histórica, cabe un cierto consuelo. Las comparaciones son siempre beneficiosas. Resulta que, en la España contemporánea, siempre que se emprende un nuevo régimen político democratizante, se manifiesta una grave crisis económica. Por ejemplo, la crisis agraria, que lastra la Restauración; la depresión financiera, que afecta a la República; la crisis del petróleo, que acompaña a la Transición. La constancia que digo es una verdadera maldición. Aunque quizá sea el anuncio de un nuevo régimen democrático, más esperanzador o con más ilusiones.

Lo nuevo, ahora, es que el orto de la hecatombe económica se viste del triunfalismo más desbordante. El Gobierno lanza, a bombo y platillo, un “plan de recuperación, transformación y resiliencia de la economía española”. De momento se traduce en una orgía retórica. Entresaco algunos términos del dichoso plan: Desafíos, economía azul, agenda urbana, desarrollo sostenible, digitalización, energías renovables, resiliencia del ecosistema, igualdad de género, transición inclusiva, entre otras macanas. Lo único que se entiende, de un texto tan abstruso, es que el Gobierno se propone “crear 800.000 puestos de trabajo”. Hombre, la propuesta ya la hizo Felipe González en su día; constituyó un rotundo fracaso. Los sufridos contribuyentes esperamos, ahora, un poco más de originalidad. Los ignaros gobernantes no aprenden que los puestos de trabajo los crea la sociedad bien dispuesta y organizada, no el Gobierno, ni siquiera los empresarios (como dicen ellos mismos, pro domo sua).

Aquí, la verdadera resiliencia es la del Gobierno actual. El palabro indica una propiedad física, por la que algunos cuerpos vuelven a su prístino estado, después de una deformación. Pues bien, el Gobierno de los doctores Sánchez e Iglesias es de lo más resiliente que se ha visto por estas latitudes.

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