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Javier Somalo

Qué dirán las monjitas de Celaá

En el país que más resistencia ofrece al escándalo —hay mayoría inmune— se ha aprobado una nueva Ley de Educación, y van nueve.

En el país que más resistencia ofrece al escándalo —hay mayoría inmune— se ha aprobado una nueva Ley de Educación, y van nueve.
Isabel Celáa. | EFE

Lo cierto es que cumple con todos los requisitos: está elaborada por un gobierno de coalición entre socialistas y comunistas, gusta a ERC y al PNV y gusta a El País, que es el que edita los libros de los niños a través de Santillana. Los colegios concertados y privados, sobre todo los de Educación Especial, y el centro derecha han puesto el grito en el cielo, y no ha habido consenso alguno, pues se ha aprobado por un voto de diferencia. Todo ello contribuye sin duda a calificar la Ley Celaá como perfecta. Perfecta para acompañar al cambio de régimen que progresa adecuadamente. Perfecta para combatir a la Formación del Espíritu Nacional que ya no existe pero que la izquierda necesita para sobrevivir. Perfecta para rematar el proceso de involución que no tiene momento bueno pero que nos ha llegado en el peor.

Traducir la exposición de motivos de cualquier Ley de Educación en España no es tarea complicada: se trata de prolongar todo lo posible la etapa obligatoria para que el niño se haga grande sin salir de casa-Estado y que el Bachillerato sea corto y liviano para enfrentarse, sin apenas conocimientos, a una selectividad masiva que llena a rebosar el ingente número de universidades españolas —cerca de 90— que ofrecen doscientas o trescientas disciplinas cada una y que van subiendo la nota de corte según se les llena el buzón de preinscripciones, sin más criterio científico que el de evitar en lo posible una avalancha humana: en el curso 2019-20 el total de alumnos matriculados en el Sistema Universitario Español (SUE) fue de 1.633.358. Se diría que España es granero de universitarios, templo de la sabiduría y la universalidad. Se diría.

Al desastre habitual esta vez se une un apretón de sectarismo y el pago de la hipoteca contraída con los separatistas por aprobar unos Presupuestos Generales del Estado. En trágico resumen, cerco a la libre elección, inmersión lingüística contra el español, patada dramática a la Educación Especial y un empeño aún mayor en desterrar la memoria como herramienta de trabajo intelectual, en evitar el suspenso y en convertir la igualdad ­—mismas oportunidades de acceso— en igualitarismo por abajo, o sea, en un nivel marcado por los peores, que no tienen la culpa.

Esto último, en palabras de Jean-François Revel, en El conocimiento inútil, suena así:

El buen alumno debe ser mantenido al nivel del malo, considerado como el equitativo punto medio social. Se redistribuye el éxito escolar como el Estado socialista redistribuye las rentas. Toda tentativa para ver en la enseñanza una máquina para detectar talentos y proporcionarles medios de desarrollo es calificada de elitista y, como tal, condenada como reaccionaria.

(…)

La igualdad en la enseñanza no puede consistir más que en crear condiciones de acceso a los estudios en las cuales cada uno obtendría el éxito únicamente en función de sus facultades intelectuales reales.

Y como eso, todo: igualdad de condiciones en el acceso, mérito propio, detección de la excelencia y apoyo para que nadie se quede sin llegar a donde pueda merecer, tenga el nivel y el dinero que tenga.

La paradoja de las competencias

Defiendo que la Educación, la Sanidad, la Seguridad y, por supuesto la Justicia, son competencias básicas que debería mantener el Estado. Lo cierto es que nuestro sistema de cesiones es una chapuza perfecta que choca frontalmente con la igualdad de todos los españoles consagrada —ay, ministra— en la Constitución. Pero con un gobierno como el de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias y competencias exclusivas en Sanidad, la pandemia sería todavía peor. Madrid lo ha demostrado. Y en Educación, más de lo mismo.

Así que, dependiendo de dónde resida uno, se agradece que el Estado tenga cedidas estas competencias pese a estar en contra de ello. Y aun así, una Ley de Sanidad o de Educación de nivel estatal —o ya, cualquier decreto, ley especial o estado de alarma— caerá como una losa sobre las libertades individuales de todos y habrá que conformarse con los resquicios que haya dejados descuidados esa cesión de competencias con la que no estoy de acuerdo. Así es imposible que un país crezca.

Para defenderse de leyes y libros, los profesores


 

En España hay personas que saben lo que dicen en materia Educación o que, al menos, han reflexionado y escrito sobre los modelos educativos y sus efectos. Muchos de ellos pasan habitualmente por esta casa, como Gabriel Albiac, José Sánchez Tortosa, Alicia Delibes, Lucía Figar, Javier Orrico o José Aguilar Jurado. Pero las consultas, cuando se hacen, siempre caen por la misma pendiente: pedagogos enemigos del esfuerzo que rara vez han impartido clase y que por eso han concedido la autoridad en las aulas a los alumnos y a los padres orillando la instrucción académica, básica para el pensamiento libre.

En España hay muchos profesores que siempre serán buenos maestros y otros que sólo aspirarán a formar parte del sistema educativo para teorizar. Son esos buenos maestros los que a veces consiguen salvar los muebles de la inundación de estupidez que nos trae cada Ley. Por eso les quitan la necesaria autoridad sobre el alumno.

Dice Prisa, al descartar la oferta lanzada por Blas Herrero, que el Grupo:continuará operando de acuerdo con su hoja de ruta definida en el desarrollo y puesta en valor de sus proyectos de educación y medios de comunicación”.

Quizá habría sido más acertado decir “sus proyectos educativos para sus futuras audiencias”. Porque otro de los grandes problemas que tiene la Educación en España, gobierne quien gobierne, es el de los libros de texto, casi monopolizados por Prisa a través de Santillana. Y más allá del eterno sirimiri doctrinal preocupa la sequía de conocimiento que aguarda al joven lector, al que el librito de marras —por supuesto, hay excepciones— propondrá enseguida debatir con sus compañeros sin apenas leer y, desde luego, sin memorizar. En caso de que haya que analizar algún texto, cortito, será un fragmento del diario global, para ir abriendo boca siempre haciendo caja.

Será, una vez más, el buen profesor el que decida si la materia es insuficiente, está sesgada o requiere de algún apunte adicional o de alguna lectura más. Pero la libertad de cátedra tampoco es ya un bien de la Educación. Y, por supuesto, nada de lo dicho sobre los profesores es ya válido en el País Vasco, Cataluña, Baleares, Valencia y cuidado en Galicia. En España corre serio peligro el español, por Ley y desde la madrasa nacionalista, para que los niños no conozcan otra cosa.

Defender la enseñanza pública parece que requiere denostar y hasta perseguir la concertada o privada y, en suma, la libertad de elección. En el caso de los cargos socialistas también requiere matricular a los hijos en los llamados colegios “de élite” pero de pago, y vivir denunciando sus propias contradicciones sin aparente rubor.

Nos han llevado a una Ley de libertad sexual por unos caminos imposibles que permiten a un niño elegir un cambio de sexo sin más o a cualquier persona ir viendo qué quiere ser según el día, confundiendo sexo y género pero negamos la posibilidad de escolarizar a nuestros hijos donde mejor nos parezca. ¿En un colegio religioso? ¿Y por qué no? ¿En uno sólo de chicos o sólo de chicas? ¿Y por qué no? ¿Verdad, ministra?

No cabe dar muchas más vueltas. La ministra Isabel Celaá dejó claras sus intenciones hace ya varios meses: “No podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”. Y, por lo tanto, “de ninguna manera se puede decir que el derecho de los padres a escoger una enseñanza religiosa o elegir centro educativo podría ser parte de la libertad de enseñanza”. Papá Estado y mamá Celaá. Menuda prole nos espera.

Si el elitismo peor entendido tiene nombre propio, es el de la señora de Neguri, de palacete, casa, apartamento, piso y educación privada, concertada, religiosa y segregada para ella y sus hijas. ¿Eran otros tiempos?, pues no. Para ser élite verdadera sólo le faltaba ser socialista del PSOE y legislar al revés de lo que ella, acertadamente o no, sí eligió. Con las monjas del Sagrado Corazón de Neguri o las Irlandesas de Lejona.

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