"España es diferente", y no, solo, como un reclamo turístico. Nuestro actual sistema político nos cataloga como una democracia parlamentaria, aunque, preciso es decirlo, muy peculiar.
La tradición inveterada de los varios regímenes políticos de la España contemporánea ha sido el recalcitrante autoritarismo, aunque, con versiones muy distintas. La democracia actual se aloja en ese florilegio.
La primera nota de una corriente autoritaria es que el Gobierno acumula demasiado poder en el sistema político. Dentro del Ejecutivo, sobresale, aún más, el peso correspondiente del Presidente (pongámoslo con mayúscula), ahora, protegido por un millar de edecanes, que llaman "asesores". Esa proliferación es la señal de la principal acción gubernamental: la tendencia a incrementar el monto de los impuestos. Tan indeleble es que, de momento, no se ve alterada por el signo político del partido político en el poder.
Se podría pensar que el lado benéfico del incesante aumento de los impuestos es la continua ampliación de los márgenes de igualdad. No es así, o no del todo. Sea la derecha o la izquierda quien haya gobernado, en la democracia española se asiste a la permanente ampliación de las desigualdades. Un mecanismo para tal desvío es el abanico de las subvenciones públicas, dirigidas, con preferencia, a las entidades afectas al Gobierno, el nacional o los autonómicos (regionales). En el caso reciente, se trata, sobre todo, de los colectivos feministas, homosexuales o ecologistas, aparte de las huestes relacionadas con el partido gobernante. El resultado es una suerte de "clientelismo", que al final redunda en la consecución de votos en las oportunas elecciones. De poco sirve que haya, después, una gran limpieza electoral, cosa que no se discute.
En los últimos años de la vida pública española, el Gobierno socialista-comunista lo dirige el PSOE con el apéndice de Unidas Podemos. Aun así, esa coalición se tiene que sostener con el apoyo parlamentario de tres partidos separatistas: Partido Nacionalista Vasco, Bildu y Esquerra Republicana de Cataluña. Lo más peregrino es que sus dirigentes no se consideran españoles. En el sistema electoral prima la representación de esos partidos, asentados en la región correspondiente. Habrá que reconocer lo estrambótico de tal mezcolanza, pero, es la que manda.
Con independencia de la composición del Gobierno, la realidad de nuestra democracia incumple la norma básica de la división de poderes. Los jueces de los altos tribunales (los que han de juzgar al Gobierno) son nombrados por los tres principales partidos (los dos del Gobierno y el principal partido de la oposición). Como es natural, esos nombramientos suelen corresponder a la respectiva ideología de los proponentes y, lo que es más grave, a sus relaciones de amistad. El Parlamento aprueba, gentilmente, ese apaño, gracias a la llamada "disciplina de voto", una institución más bien autoritaria.
El Gobierno domina la mayor parte de los medios de comunicación, bien de forma directa (Radiotelevisión Española) o, indirectamente, por medio de concesiones administrativas o la distribución del gasto publicitario público. Un efecto natural de ese control es que los políticos del Gobierno o afines tienen preferencia por "salir" en uno u otro medio. El resultado es que el flujo principal de informaciones y comentarios se mantiene acorde con los intereses gubernamentales. En realidad, eso es lo que se llama "propaganda". Por ahí, se manifiesta la esencia de un régimen autoritario.
No se trata de echar la culpa a los gobernantes para convenir que la democracia se presenta, realmente, como oligarquía. En todo caso, la tacha correspondería a la sociedad toda. No hay por qué recordar que "todas las naciones tienen el Gobierno que se merecen". Es algo más profundo. Una democracia correcta se tiene que asentar en el intenso espíritu cooperativo de la sociedad donde se asiente. Esa virtud pluralista falla en España. En su lugar, prevalece un espíritu individualista sui géneris, que hace fracasar las mejores intenciones democráticas. De ahí, por ejemplo, el alto grado de corrupción, que ha afectado a todos los partidos gobernantes, sobre todo, en la escala regional. No es menos grave la general apatía respecto de los asuntos públicos.
La mejor prueba de mi tesis sobre el autoritarismo latente de la democracia española es que una crítica como la expuesta conducen al ostracismo interior de su autor. Lo más probable es que merezca, por parte del Gobierno y sus tentáculos, los dicterios más groseros de este momento: negacionista, machista y fascista.