
La demolición, por extrema devaluación, de la enseñanza pública está a punto de consumarse; solo queda la esperanza de que los profesores, en bloque, rechacen ejecutar la serie de desatinos que amenaza a nuestra adolescencia.
Todo empezó en los años ochenta. Ideólogos del PSOE reclutados entre la flor y nata de sus filas, emprendieron la labor de "reformar" unos planes de estudio que estaban entre los mejores del continente. El interés que tal reforma despertaba entre los próceres socialistas queda demostrado simplemente por los galones que portaban los dirigentes del cambio, con Maravall y Rubalcaba a la cabeza.
El desmantelamiento de la autoridad del profesorado, la devaluación de los títulos finales de cada tramo de estudios y la sustitución de la cultura del esfuerzo por la del "regalo" mediante la disminución de los contenidos científicos y humanistas, pretendía contar con argumentos tan aparentemente "progresistas" como la escolarización obligatoria de la totalidad de los adolescentes.
¿Escolarización general? Por supuesto, pero no es lo mismo escolarización que estabulación humana. Lejos de potenciar la formación profesional de la que España estaba y sigue estando tan necesitada, se recurrió al monumento a la demagogia consistente en obligar a todos los jóvenes, simplemente en edad escolar a asistir a una escuela cuyos programas no respondían al interés común.
Vamos a decirlo más claro, se trataba de mezclar a quienes querían estudiar y aprovechar el tiempo con quienes estaban allí a la fuerza impidiendo a quienes querían formarse y preparase para el futuro. En casos extremos se llegaba a la subvención a los padres para que colaboraran de buen grado a la escolarización forzosa de sus hijos.
Las dificultades que iban apareciendo como consecuencia de un planteamiento descabellado por parte de los ideólogos socialistas se solucionaban a golpe de decreto, estos fueron tantos que no es fácil resumirlos en un artículo, pero podemos recodar un par de aspectos que dominaban en medio de aquella "revolución ideológica" de la enseñanza: demolición de los cuerpos de élite, como el de los catedráticos de Instituto al que me honro en pertenecer por oposición; el segundo el progresivo descenso de niveles de los programas de estudio, a veces hasta llegar al infantilismo, el localismo o la excesiva reducción de cualquier componente del aprendizaje que requiriera acudir al esfuerzo.
La tendencia a evitar el llamado "fracaso escolar" fue contando con un sistema de establecimiento de un progresivo de regalos de calificaciones. Al menos recurrimos al latín, pero solo para sustituir el término "programa de estudio" por el de "curriculo", algo es algo.
La destrucción de la cultura del esfuerzo acarrea como consecuencia inevitable la devaluación de los títulos expedidos al final de cada nivel de estudios. En el caso de los niveles elementales, como la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), solo una minoría de inadaptados llegaría sin tal cualificación al final del correspondiente nivel de edad.
En niveles superiores, incluido el universitario, la inutilidad de las titulaciones devaluadas a efectos de incorporación laboral, condujo al establecimiento de los tristemente célebres másteres, caros y discriminatorios. Muchas familias tuvieron que admitir que, para que sus hijos ya titulados accedieran al mercado de trabajo, deberían financiar una prolongación costosísima de sus estudios.
El curso post-graduación, conocido como máster, enriqueció a instituciones escolares que nunca debieron dejar de ser gratuitas y puso tope a quienes no podían permitirse pagarlo. Todo ello resulta nauseabundo para quienes, como los antiguos catedráticos de Instituto creímos, quizá ingenuamente, que era posible la igualdad social basada en la recompensa al esfuerzo y la cultura de justicia en la concesión de becas escolares.
Pero quiero creer que ni los ideólogos socialistas que engendraron la llamada "reforma", ni los cobardes "rajoyanos" que pudieron derogarla y no se atrevieron a hacerlo cuando disfrutaban de mayoría absoluta, podían suponer cuál sería el desastre total, que ha llegado de manos de la demagogia total podemita.
Las propuestas en que se basa la nueva programación y obtención de títulos escolares se basan en: sustitución de los conocimientos humanísticos y científicos por supuestas "verdades incuestionables" basada solamente en la ideología y la opinión extremadamente izquierdista. Un segundo paradigma es el fin de la cultura del esfuerzo porque para obtener los títulos, sin estudio ni memorización, con supresión de hecho de las calificaciones, vamos a superar el viejo concepto humorístico de "se lo han dado en una tómbola".
Pero los ideólogos demenciados que tratan de ensuciar con su "chapapote demagógico" el terreno de la pedagogía, tendrán que salvar un último escollo, que debería resultar infranqueable: la objeción de conciencia vocacional que es necesario que ofrezcamos los profesores. Es una lástima que Hipócrates no ideara un "juramento hipocrático docente" como hizo con lo referente a la práctica de la Medicina, habrá que inventarlo.
Dos áreas del conocimiento están especialmente en peligro ante lo que se avecina: la Filosofía, en la práctica desaparecida, y las Ciencias Naturales, prostituidas por conceptos tan endiablados como el "ecofeminismo".
En lo que me atañe como profesor de Biología y Geología, antes englobadas con el hermoso y exacto término de Ciencias Naturales y después Ciencias de la Naturaleza, lo del "ecofeminismo" me produce especiales escalofríos. ¿Qué nos quieren contar? ¿Acaso la naturaleza es feminista o la determinación del sexo una decisión meramente etológica?
Si no quieren mentir de manera flagrante, los profesores del área de las Ciencias Naturales tendrán que seguir explicando los mecanismos de determinación sexual por cromosomas sexuales o por hormonas androgénicas, como ocurre en los equiuroideos: aún no están obsoletos los clásicos libros de Don Salustio Alvarado. Ha llegado el momento de desempolvarlos.
Profesores: hay que salir a la calle para dar testimonio de la resistencia en defensa de los adolescentes de cuya formación somos responsables; es una ocasión excelente para demostrar el carácter socialmente ejemplar de nuestra profesión. Las gentes del campo han dejado recientemente muy altos los listones del civismo y la educación en su reciente y multitudinaria manifestación madrileña. Hay que conseguir igualarlos.
Y un último apunte: ruego al señor Núñez Feijoo que no me pida respeto para los sindicalistas, al menos en lo que se refiere a su actuación en el campo de la enseñanza. Nosotros les llamábamos "desertores de la tiza", porque en cuanto tenían oportunidad parecían tomarle alergia a las pizarras, de las que solían apartarse para no volver. A los catedráticos supervivientes allá por principios de este siglo solían decirnos, es un testimonio personal, que nos fuéramos a disfrutar de nuestros nietos, es decir, que abandonáramos la lucha. Ni lo hicimos ni lo haremos.
Porque la profesión docente imprime carácter.
Miguel del Pino, catedrático de Ciencias Naturales
