
En mi juventud, cuando comenzaba mi carrera profesional en la ecología y la divulgación fui testigo de un ecologismo diferente: sincero, puro y luchador, entonces no politizado.
Cuando numerosos movimientos ecologistas comenzaban a ser financiados, subvencionados y potenciados por intereses políticos más o menos ocultos, la cosa cambió radicalmente.
En referencia a la innegable influencia de la entonces poderosa Unión Soviética acerca de la financiación del ecologismo radical, comenzó a hablarse de un "ecologismo sandía", verde por fuera y rojo por dentro, en cuya médula se encontraba el intento de ganar la carrera energética a la que la sociedad del bienestar se veía abocada, fundamentalmente frenando el desarrollo nuclear en occidente al tiempo que se potenciaba al máximo en los países comunistas, Unión Soviética y China de modo especial.
Los primeros mensajes supuestamente ecologistas que llegaban desde la izquierda a los inocentes jóvenes occidentales eran tan sonrientes y aparentemente inofensivos como el sol del logotipo que los anunciaba, ¿recuerdan?, "Nuclear no gracias". Para frenar lo nuclear se utilizó tanto la demagogia como la violencia y solo Francia supo reaccionar con la necesaria energía para no ver frenado su futuro energético.
Mientras otros países del occidente europeo caían como pardillos en la trampa, nuestros vecinos franceses continuaron su desarrollo nuclear sin complejos; prueba determinante de que estaban en el buen camino fue su apoyo a la angustiosa necesidad de evitar el gran apagón que afectó a una Italia desmantelada energéticamente por la caída de un árbol que desmontó su complicado equilibrio en las instalaciones eléctricas. Francia tenía razón.
¿Qué decir del caso español? Nuestra deficiencia energética basada fundamentalmente en la importación de gas argelino no solo no se trató de paliar con la construcción de centrales nucleares, sino que desde el primer momento se planteó como objetivo prioritario de la llamada "transición energética" el desmantelamiento de las existentes. Solo faltaba el inexplicable enfrentamiento con Argelia provocado por el presidente Sánchez para que podamos completar el extraño nombre del Ministerio que ha sustituido en el mismo al de Medio Ambiente: Ministerio de "transición ecológica", ¿transición, hacia qué? La guerra de Ucrania y las travesuras norteafricanas de Sánchez nos lo han aclarado: hacia la ruina.
Ucrania se desangra ante la mirada tan asustada como aparentemente indignada de la Europa Occidental, tan compleja e inútil como una bombilla fundida; pero no nos engañemos: más que el miedo a los "faroles nucleares" de Putin, lo que atenaza a nuestros paralizados dirigentes es el terror a la dependencia energética europea de nuestras economías.
No hubiera sido posible imaginar al comenzar el siglo que el soberbio Occidente europeo se viera obligado a presenciar junto a nuestras mismísimas fronteras algo tan terrible como la invasión rusa a Ucrania. Es fácil aventurar que el dramático episodio tendrá en un futuro inmediato múltiples consecuencias, algunas económicas, otras ideológicas; entre las primeras alcanzarán importancia esencial las referentes a la planificación energética.
Estamos hablando del "timo ecologista oriental", Rusia por delante y China e India a la inmediata zaga, pero no debemos olvidar la aportación al engaño por parte de la cumbre del capitalismo. A Estados Unidos le salió nada menos que con su vicepresidente Al Gore un fuerte competidor al comunismo con la invención de la gran estafa del llamado "cambio climático".
Este verdadero "recordman" ¿me admiten el anglicismo? de la contaminación particular, quiso convencernos de que estábamos conduciendo al planeta a una especie de "suicidio desarrollista", de que la actividad industrial nos conducía al llamado "cambio climático", de que todavía podíamos frenarlo a cambio de la paralización de nuestro derecho al desarrollo y a las comodidades de la llamada "sociedad del bienestar", sin aludir, claro está a la inminente ruina a que sus mentiras nos abocaban.
Basándose en modelos de ordenador, nunca en pruebas científicas, los apóstoles de Al Gore se atrevían a determinar con una exactitud matemática que Pitágoras habría envidiado, los grados que nuestro planeta elevaría su temperatura en determinado espacio de tiempo, los centímetros que subirían las líneas de costa anegando países enteros y hasta las proporciones de gases de "efecto invernadero" que convertirían en un peligro a las pobres vacas si nos no hacíamos fundamentalistas veganos.
No hace falta insistir: todos hemos sido testigo de las aberraciones que hemos tenido que soportar quienes nos hemos atrevido a convertirnos en discrepantes, y eso que nuestra oposición no ha tenido nada de fundamentalista. Lo que pedimos no es más que lo siguiente:
Aplicar a la contaminación producida por el desarrollo industrial en los dos últimos siglos el principio ecológico de Forrester, es decir, el principio de prudencia. La contaminación es mala, para la calidad ambiental y para la salud, por ello debemos ser cuidadosos al lanzar gases y tóxicos, líquidos o sólidos al medio ambiente. De aquí a las "películas de terror" supuestamente conservacionistas dista una enorme distancia.
En segundo lugar es necesario fomentar la investigación para encontrar soluciones urgentes a nuestros problemas energéticos; cada vez son más los que se atreven a hablar de "ecologismo nuclear", que en este momento es el único futuro científicamente viable; bien es verdad que complementado, no reemplazado, por prácticas tan recomendables como el ahorro y la búsqueda de fuente energéticas menos contaminantes que la quema de combustibles fósiles, imposible de detener sin pasar por lo nuclear, que debe significar al menos un paréntesis.
La resaca del desastre ucraniano y el lamentable ejemplo de la cobardía de la Unión Europea ante el nuevo gran tirano del mundo puede acabar con el mayor cuento que ha tenido que soportar la humanidad del pasado reciente: la supuesta crisis del cambio climático, que se presentó como "una verdad incómoda" y se ha ido convirtiendo en una mentira, cómoda para los que han especulado con ella.
Miguel del Pino, catedrático de Ciencias Naturales
