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Carmelo Jordá

Cataluña y el sentido del ridículo

No hay región que esté más convencida de ser más cuando tan poco ha demostrado en las últimas décadas.

No hay región que esté más convencida de ser más cuando tan poco ha demostrado en las últimas décadas.
Salvador Vergés, en una imagen colgada en su cuenta de Twitter | Twitter

Hoy por hoy, yo creo que hay dos cosas que caracterizan a la sociedad catalana: una concepción injustificadamente elevada de sí misma y un sentido del ridículo completamente atrofiado. Obviamente hablo de lo que se puede ver de la sociedad catalana en los medios o en la política, la cara más oficial de la Cataluña que se promueve desde el poder.

Lo primero viene del sentimiento de superioridad que está inculcando el nacionalismo desde hace más de un siglo: sólo a partir de la idea de que eres superior a los que te rodean tiene sentido separarte de ellos y por eso los catalanes llevan años autoconvenciéndose de que son más listos, más guapos, más cultos y más lo que haga falta que los españoles en general y los castellanoparlantes de Cataluña en particular.

De ahí la necesidad de inventar una historia paralela a la real que no sólo dibujase un cuento bastante cutre de buenos y malos, sino que sirviese para que a ellos siempre les tocase el papel más estelar.

Pero no sólo: el presente también pasa por esa especie de matiz transformador que vuelve aparente oro todo lo que toca: ninguna región del mundo vive tantos momentos históricos que luego se quedan en nada; en ningún lado tantas instituciones de distinto tipo, desde el Barça a TV3, presumen de ser sublimes con tan poco motivo; no hay región que esté más convencida de ser más cuando tan poco ha demostrado en las últimas décadas.

Por supuesto, la falta de sentido del ridículo de la que les hablaba tiene mucho que ver con ese espejo deformado en el que los catalanes se miran complacidos: parece que piensan que si algo se les ocurre a ellos, que son tan estupendos, es que tiene que ser una genialidad. Así la política catalana, pero no sólo, es cada día más una colección de gente esperpéntica, con mucha cara y poco ingenio, capaces de dar vida y publicidad a cualquier chorrada que se les pase por la cabeza que en otro sitio la gran mayoría no se habría atrevido ni a pensar.

Porque lo grotesco de la cuestión no es que a un diputado autonómico –ojo, que al menos en teoría no estamos hablando de un matao cualquiera– no se le ocurra nada mejor que enterrarse en mitad de un campo como si tuviese vocación de col y, encima, presumir de que ha hecho él mismo el agujero, no, lo tremendo es que eso sea algo razonablemente normal, que ese gesto pase como un rasgo de ingenio, una simpática performance que, si te descuidas, todavía te presentan como algo de profundo simbolismo y significado.

Un lugar en el que los diputados se entierran hasta el muslo, las repúblicas duran ocho segundos y las víctimas de la represión viven a todo trapo en Bélgica o Suiza yo creo que en lugar de presumir tanto se lo tendría que hacer mirar, pero qué va: la prensa, la televisión, los políticos y muchos catalanes siguen encantados de haberse conocido.

Más que la independencia necesitan ayuda profesional.

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