
En las próximas elecciones generales no nos jugamos el que gobierne el PP o el PSOE, esta ideología o la otra. Tampoco el destino de la seguridad social, el derecho a la educación pública, el freno al cambio climático, el precio de la energía, o la sostenibilidad de las pensiones... Con mejor o peor pericia, todos los partidos tienen la voluntad de garantizarnos trabajo, salarios justos, una vida digna, la defensa de la mujer o la libertad.
Nada de esos y otros muchos retos están en cuestión. Todos ellos constan en la agenda de los partidos políticos y serán abordados desde sus distintas ideologías e intereses. Nada de eso nos jugamos en las próximas elecciones de forma irreversible.
Lo que nos jugamos en las próximas elecciones es la confianza en los valores que configuran nuestro ordenamiento cívico, democrático e institucional y constituyen el eje moral de nuestra sociedad. Si los responsables de garantizar el orden legal lo utilizan en beneficio propio, a la vista de todos, de forma obscena y sin escrúpulo alguno, ¿cómo exigirle al ciudadano corriente que no sea el reflejo de sus propios políticos, y los imite allí donde se sientan impunes?
Casi sin darnos cuenta hemos pasado de considerar intolerable el mero hecho de plantear una mesa de diálogo bilateral entre sediciosos y gobierno, a normalizarla. Como si suplantar al Congreso de los diputados en su función principal de representar los intereses de la nación fuera legítimo. Y poco a poco, casi sin darnos cuenta, en menos de seis meses, acabamos por acostumbrarnos con inquietante normalidad a un gobierno que politiza la justicia, cambia ministros por jueces, se adueña de instituciones, otorga indultos a políticos delincuentes, elimina el delito de sedición y, en el colmo del disparate, pretende que la malversación de caudales públicos deje de ser punible para "los propios". ¿Hay mayor corrupción que utilizar dinero público para montar una leyenda negra contra España en Europa, mantener embajadas y mercenarios nacionalistas con sueldos desorbitados fuera, y dopar entidades, cargos públicos y medios de comunicación dentro, para emprender una cruzada contra la Constitución española y llevar a cabo un golpe institucional contra el Estado? ¿De verdad que el concejal ratero debe tener mayor castigo que el atentar contra la Estado de Derecho y la soberanía nacional, además de crear una red clientelar para vivir del negocio del procés?
Por muy descomunal que sea el disparate, no es en sí mismo el mal, sino el desmoronamiento moral y cívico que provoca en la ciudadanía. Pedro Sánchez no es bueno ni malo, es simplemente tóxico. Está acabando con cualquier referente moral en la política. Mentir, manipular, dilapidar cuatro décadas de respeto a las instituciones democráticas es lo más parecido a la demolición de los valores que sustentan la relación de los ciudadanos con sus políticos, y la quiebra de la confianza en la aplicación universal de las leyes.
Esto nos jugamos, la confianza en nosotros mismos como civilización democrática. Un conjuro tembloroso al que hemos de sacrificar lo mejor de cada cual para que el conjunto nos cobije a todos. Deshilachado el orden de las cosas, roto el conjuro, vuelven todos los demonios y nada ni nadie estará a salvo. ¿Estamos dispuestos a perderlo todo por este miserable que está coceando en una sola legislatura lo que nos ha costado cuatro décadas de paciente construcción? Que nadie confunda el crédito otorgado por el Azaña de primera hora al nacionalismo, con el enciscado contra él en La Velada de Benicarló. Sánchez es un indigente intelectual con las costuras de un mafioso. Imposible el paralelismo. O lo echamos en las próximas elecciones, o nada de todo lo que nos daba seguridad y confianza sobrevivirá. Que nadie se queje después. Para entonces, ya no será Sánchez, sino la propia sociedad la que no tendrá remedio.
Si alguien quiere tener una idea aproximada de ese futuro inquietante, que vuelva la vista a las repúblicas Hispanoamericanas. Allí encontrará nuestro futuro.
