
Pedro Sánchez actúa como las bandas de ladrones itinerantes. Esas que esperan al festivo, a la hora del partido, o al puente de agosto para desvalijarte la casa. Exactamente igual, el Gobierno ha esperado al viernes de la madre de todos los puentes de diciembre para aserrar las vigas del Estado de Derecho, jaleado por sus socios, muchos de ellos encapuchados, los descuideros que quieren llevarse los restos del naufragio. No lo van a conseguir. Hace falta algo más que ego y andares de ganso en celo para poner de rodillas a todo un país, pero ya solo la intentona le invalida para seguir al frente del Gobierno de la nación, a menos que todos juguemos a lo mismo y decidamos pasarnos las leyes por el forro de la cantimplora, aunque es probable que a Sánchez entonces no le parezca tan divertida la travesura.
Los golpistas acaban mal. Los dictadores más despiadados, también. Pero, echa un vistazo a la historia y verás que, además de la Selección de Luis Enrique, todavía hay quien acaba peor que todos los anteriores juntos: los traidores. Y Sánchez es un traidor a España y a los suyos, especializado desde el primer día en retorcer las leyes, en vender su alma al diablo solo para poner al mundo entero al servicio de su ambición de poder: desde el tongo de las primarias socialistas hasta el golpe al Tribunal Constitucional, nada ha cambiado, nada puede sorprendernos en sus métodos. Siempre es lo mismo, danzando en la delgada línea de la ilegalidad, y sumergiéndose en las aguas de la inmoralidad.
A finales de noviembre nos anunció que pasaría a la historia. Pero no se trataba de un balance del pasado, sino de una amenaza. Ahora ya no hay duda: pasará, en efecto, a la historia como el mayor embustero que ha pisado La Moncloa, y el mayor tirano de la democracia. Lo que lo hace particularmente repugnante es que ni siquiera cree en unas ideas equivocadas, sino que está desarmando a coces el Estado de Derecho única y exclusivamente para su propio beneficio personal. Y una parte importante de la oposición todavía se está enterando hoy de que no existe el PSOE bueno. La oposición debería tener una única preocupación a esta hora tan delicada: unidad. Unidad en el diagnóstico y en la respuesta. Si no lo logran, que no lo lamenten.
Por lo demás, para quienes desde el periodismo y la política creen que el mundo se ha terminado y la situación es insostenible, lamento pincharles el enésimo apocalipsis: Sánchez tiene razón, España está de vacaciones, o completamente borracha en las cenas de Navidad, y nadie excepto un pequeño puñado de entusiastas de la indignación va a prestar la menor atención a este asalto. Y eso a pesar de que Pilar Llop asegure que en el metro no se habla de otra cosa. Que a los ministros de este Gobierno les ocurre una cosa extrañísima, que no se ha visto en ninguna otra latitud. Y es que los paran por la calle. Los paran muchísimo por la calle. Los paran constantemente por la calle y para hablarles de cosas rarísimas. Cuando no es a Llop es a Montero y cuando no es a Montero es a Yolanda Díaz, a quien los transeúntes no detienen para preguntarle por una dirección, o para pedirle un pitillo, o para rogarle que les saque una fotografía, sino para contarle que le han hecho indefinido y cosas así.
Pero más allá de la gente inverosímil que se cruza con ministros y lleva en el bolso todo el BOE subrayado y con post-it de colores, una mayoría de los españoles no va a enterarse de nada de lo que está pasando. A menudo los políticos pasan tanto tiempo tan cerca de los mismos problemas que creen que todo el mundo está igual de familiarizado con ellos, y que son capaces de comprender la gravedad de los hechos. No es así. La gente normal no tiene ni la más remota idea de si los tres quintos de la renovación del CGPJ son votos o son de cerveza, y no pocos solo se saben las siglas gracias al feliz hallazgo del añorado Campmany, aquel Conejo General del Joder Judicial.
Así que, además de los exabruptos hacia este Gobierno de traidores, siempre bienvenidos, siempre merecidos, y que tanto nos alegran la jornada, la oposición debería explicar lo que está ocurriendo, de un modo tan didáctico que lo pudiera entender incluso alguien que tenga césped en el cerebro por estar dedicando una media de veinte horas diarias al Mundial de Fútbol, como yo.
