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Marcos Falcone

El declive de la izquierda

En la arena pública argentina, parece que ya no hay que pedir perdón por exigir liberalismo económico. La moral no le pertenece a un solo grupo.

En la arena pública argentina, parece que ya no hay que pedir perdón por exigir liberalismo económico. La moral no le pertenece a un solo grupo.
Cristina Fernández de Kirchner. | EFE

Durante años, y acaso décadas, la discusión de ideas políticas en la Argentina estuvo signada por la primacía de la izquierda. El "sentido común" argentino, en este tiempo, estuvo signado por un discurso que desconfiaba sistemáticamente de los mercados y celebraba la intervención estatal. En última instancia, la calidad moral de una propuesta política se medía según dicha vara: si engrandecía o fortalecía al Estado, corría con una ventaja inicial; si no lo hacía, la reacción instintiva era el rechazo. Y si sabemos que existía este consenso, es porque hoy se ha roto.

Ante la falta de instrumentos confiables de medición de ideologías a lo largo del tiempo, quizás sea imposible determinar exactamente desde cuándo se dio esta situación. Pero si retrocedemos en el tiempo y nos remontamos hasta la vuelta de la democracia en 1983, veremos una sucesión de gobiernos que por un motivo u otro cedían ante la vara moral de la izquierda. Esto es lógico en el caso de los autodenominados representantes de la "socialdemocracia" o el "progresismo", como Raúl Alfonsín (1983-1989) o Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2015, 2019-presente).

Sin embargo, el monopolio discursivo de la izquierda argentina también se hizo notar en cada gobierno que no fuera automáticamente considerado de dicha ideología. El caso de Carlos Menem (1989-1999) es en este sentido emblemático: considerado como un presidente liberalizador, su ascenso al poder se dio con un discurso netamente izquierdista y el "desvío" posterior de él fue considerado por propios y ajenos como una traición. Los propios votantes de Menem, al reelegirlo en 1995 para un segundo mandato, estaban eligiéndolo solo en base a una mejora personal en su bienestar que se sentían avergonzados de reconocer: de hecho, nadie admitía haberlo votado.

El ejemplo de Menem, en términos del monopolio moral de la izquierda, no es aislado. También el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019), acusado permanentemente de "neoliberal" por sus críticos, fue extraordinariamente cuidadoso en no enojar a la izquierda con sus propuestas o sus medidas: desde incluso antes de su victoria, Macri prometía evadir todo lo que se pareciera a la liberalización de los años noventa. Y pese a que medios de comunicación y académicos lo consideraran como de "derecha", Macri no solo se negó a hacerlo sino que se presentó como un "desideologizador" e incluso sumó aliados de izquierda en su coalición electoral para blindarse de las críticas.

Pero en algún momento del gobierno de Macri, y con mayor fuerza luego de la vuelta al poder de Cristina Kirchner, algo cambió. Figuras en un principio televisivas, como Javier Milei o José Luis Espert, comenzaron a popularizar ideas económicamente liberales y a poner en tela de juicio la primacía moral de la izquierda. Quizás debido a la crisis económica cada vez más profunda en un contexto de gasto público exorbitante, altos impuestos y enrevesadas regulaciones, ese discurso ha calado hondo: hoy, por ejemplo, Milei reivindica abiertamente la gestión del otrora demonizado Menem; mientras tanto, ya fuera de la presidencia, el propio Macri pide dejar de ceder ante el discurso "cínico" del progresismo. En la arena pública, parece que ya no hay que pedir perdón por exigir liberalismo económico; la moral no le pertenece a un solo grupo.

En este contexto, la izquierda no parece tener en claro cómo responder a los cuestionamientos en contra de sí. Naturalmente, su sentido común no ha desaparecido; pero es interesante ver, por ejemplo en las redes sociales, cómo consistentemente surgen "acusaciones" a ciertos políticos no izquierdistas precisamente por lo que sus votantes quieren escuchar. Hoy, Macri puede decir abiertamente que la empresa estatal Aerolíneas Argentinas debería desaparecer; pero la izquierda, en lugar de preguntarse qué lo lleva a hacer un planteamiento así, ¡simplemente denuncia lo que él mismo está anunciado! Como suele suceder, Los Simpsons predijeron este momento: en un famoso episodio donde Martin y Bart se enfrentan en una votación escolar, Martin pega carteles en los que dice que "un voto para Bart es un voto por la anarquía", como si eso lo fuera a perjudicar, sin darse cuenta de que su contrincante pega otros que dicen exactamente lo mismo porque entiende que eso es lo que busca su público. La izquierda argentina, hoy, se parece a Martin: se esfuerza en criticar lo que sus críticos buscan reivindicar.

El fin del monopolio discursivo de la izquierda es una oportunidad para que la Argentina finalmente libere su economía del yugo estatal de manera coherente y sin avergonzarse de hacerlo, a diferencia del pasado. Incluso sin volverse ultraliberal, tener una economía "normal", en definitiva, traerá más riqueza y mejores resultados: otros países latinoamericanos ya lo han comprendido y carecen, por este motivo, de impuestos que superan el 100% de las ganancias empresariales, tasas de inflación de casi el 100% anual, o tipos de cambio que castigan las exportaciones. Por supuesto, aquellos que valoren la libertad individual sabrán rescatar lo mejor de la izquierda en materia de derechos civiles, la ampliación de los cuales no ha sido tradicionalmente la mejor bandera de la derecha local. Pero el gran desafío en la Argentina, hoy, no pasa por allí sino por detener la decadencia económica. La decadencia debe terminar.

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