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Cristina Losada

Por qué son insoportables Irene Montero y compañía

La democracia tiene sus servidumbres y no suele perdonar excesos de superioridad, sea ésta pretendida o auténtica.

La democracia tiene sus servidumbres y no suele perdonar excesos de superioridad, sea ésta pretendida o auténtica.
La ministra de Igualdad, Irene Montero, durante el pleno del Congreso que debate y vota la ley trans y la del aborto. | EFE

Cualquier dirigente político y cualquier gobernante son objeto de animadversión. Por equilibrarlo: animadversión de unos y admiración (o algo parecido) de otros. Esta es la norma y es, por tanto, normal. Que haya grados también lo es, como que haya jerarquías, porque a unos se les tiene más ojeriza que a otros. Pero de pronto, de tanto en tanto, surgen casos que se salen de la norma, y que se salen de la norma porque sacan de sus casillas a muchos y no sólo a aquellos que era de esperar. Es en esta categoría extrema, la de los que provocan reacciones extremadamente adversas, donde habría que encuadrar a la titular de Igualdad, Irene Montero y a su compi Ione Belarra, aunque en realidad es toda la pandilla que forman con otras de su mismo carácter la que entra en el fichero de los que resultan visceralmente insoportables.

Hay muchos motivos para que se las deteste o, dicho de otro modo, para que en las valoraciones de las encuestas tengan las peores notas. Ya se sabe a qué atribuirán las afectadas estas malas percepciones: a que son mujeres y (verdaderas) feministas. La cantinela. Pero no es cierto ni por el forro. Hay otras ministras, mujeres e igualmente feministas (cierto que ahora todo el mundo dice serlo) que salen mejor paradas. Y ahí está Yolanda Díaz, mujer, feminista y de la misma familia política, aunque estén reñidas, que saca mucha mejor nota que Montero y Belarra, y está entre los poquísimos del Gobierno que consiguen el aprobado. ¿Por qué Díaz no es detestable y Montero y cía., lo son?

Yo esto me lo llevo preguntando algún tiempo y decía que puede haber mil motivos. Sus absurdas y dañinas campañas, sus estropicios legislativos, sus apariciones y declaraciones públicas dan los mil motivos o más, pero hay algo que está por encima de la casuística y es donde hay que buscar la raíz de esa extrema animadversión: la actitud. Su actitud. Da una clave David Mamet en una entrevista en El Mundo. Le preguntan al dramaturgo y cineasta por qué es adictivo, como dice, el pensamiento progresista y responde que esas ideas hacen que la gente sienta una mezcla de rabia e indignación que es placentera. Dice: "Nadie se siente más poderoso y seguro de sí mismo que cuando está en pleno ataque de rabia indignada". Rabia indignada es una descripción precisa de la actitud política de Irene Montero. La otra cara de la moneda es la exultación de poder cuando logra uno de esos escalofriantes triunfos políticos suyos. Su equipo está cortado por el mismo patrón.

Hace años el economista Thomas Sowell puso en circulación la idea de los ungidos. Para Sowell, las elites progresistas padecen de una irremediable creencia en su superioridad y singularmente, en su superioridad moral. Moral antes que nada, porque ese es el terreno al que trasladan todo. Ignoran los hechos, desdeñan la racionalidad y los reemplazan por una asertividad retórica que viene a ser una exhibición de virtud. Sowell sostenía, y tiene un libro sobre esto, que la política social progresista no tiene otra base que la autocomplacencia. Vamos completando el cuadro clínico de las odiosas. La rabia indignada, la autocomplacencia de los que se creen superiores, la fría arrogancia de ciertos convencidos de su superioridad moral.

Montero y compañía encarnan el tipo del ungido creído y rabioso. Existía el ungido sentimental y paternalista: mira por encima del hombro, pero con algo de compasión hacia los que no han llegado a su altura. El ungido rabioso, en cambio, tiene en su rabia la fuente de poder y placer, mira con odio a quien se cruza en su camino y siente, más que desprecio, asco del plebeyo que no comparte sus elevados dogmas. Esto se nota y causa aversión. La democracia tiene sus servidumbres, y no suele perdonar excesos de superioridad, sea ésta pretendida o auténtica. Irene Montero y su pandilla podrán apuntarse victorias políticas, como ahora mismo, pero nunca estarán en el corazón de la gente. Tampoco de la gente aquella de la que hablaba Podemos cuando fue populista de ocasión. Y, por cierto, tan ajeno al pueblo entonces como hoy.

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