Colabora
Javier Gómez de Liaño

La hora del español

Lo procedente es cumplir lo que ordena nuestra Ley de leyes respecto al uso de las lenguas españolas y dejar de lado las rentabilidades políticas.

Fachada y puerta principal de entrada a la Biblioteca Nacional Española. | David Alonso Rincón

Yo no soy filólogo ni lingüista, sino solamente un ciudadano español que se dedica al Derecho y que, en su tarea, se esfuerza en manejar, lo mejor que puede, la herramienta de la lengua castellana. Quizá ésta sea la razón por la cual me parezcan muy importantes las palabras pronunciadas por el Rey Felipe VI en la inauguración del IX Congreso Internacional de la Lengua Española, que se celebra en Cádiz, al afirmar que "la lengua española es uno de nuestros grandes patrimonios que tenemos que preservar, cuidar, pero también impulsar", para, a renglón seguido, añadir que "ésta es la hora del español, con todas sus voces, sus giros y matices, con todos sus acentos, con toda su riqueza y diversidad".

Mas, en sentido opuesto, quizá esa condición de admirador del español también sea el motivo por el cual leyes como la Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación (LOMLO), más conocida como Ley Celaá, que permite a las comunidades autónomas eliminar el español como lengua vehicular en las aulas y que la semana pasada recibió el aval del Tribunal Constitucional, me suscite tanto rechazo, lo mismo que se lo produjo en su día a Jon Juaristi cuando habló de "genocidio cultural" o a Alfonso Guerra al decir que la ley le parecía absurda y evidenciaba la decadencia de España. Recuérdese que hasta la Real Academia Española (RAE) redactó un Comunicado sobre la educación en español en las comunidades autónomas bilingües en el que pedía que la ley no cuestionase el uso del español en ningún territorio del Estado y recordaba al Gobierno que estaba obligado a garantizar su conocimiento y su utilización.

Nadie o casi nadie puede negar que el español o castellano –las dos cosas valen, aunque los redactores de la Constitución optaron por la fórmula del "castellano" para designar el idioma oficial– es la lengua común de todos los españoles e incluso, según se ha dicho en el Congreso que da pie a este comentario, la lengua franca de todos los hispanohablantes. Distinto es que el castellano, lengua ilustre donde las haya y que es el segundo idioma materno más hablado del mundo, no sea tratado como se merece, lo que sucede porque a menudo nos olvidamos que más importante que ser la lengua del Boletín Oficial del Estado, es el ser o haber sido el instrumento de trabajo de los castellanos Cervantes y Quevedo, de los vascos Unamuno y Baroja, de los gallegos Rosalía de Castro, Valle Inclán y Cela, de los catalanes Boscán, Verdaguer y Eugenio D´Ors, de los valencianos Azorín y Gabriel Miró, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, del colombiano García Márquez, del cubano Cabrera Infante, del peruano Mario Vargas Llosa y, así, hasta completar una larga lista.

Por supuesto que todo el mundo tiene derecho a expresarse en su lengua originaria y me declaro ferviente defensor de las de Rosalía de Castro y Joan Maragall, pero en España hay una Constitución lo suficientemente clara y sólida como para saber que el castellano es nuestra lengua común, que la lengua común de España es el español y que éste es la lengua común en todas las partes. Por tanto, lo procedente es cumplir lo que ordena nuestra Ley de leyes respecto al uso de las lenguas españolas y dejar de lado las falsas tesis bajo las que subyace la búsqueda de rentabilidades políticas. "El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos". Esto es lo que dispone el artículo 3.1 y 3.2 del texto constitucional, respecto al cual el Tribunal Constitucional en la sentencia 82/1986, de 22 de junio y el Tribunal Supremo en la suya de 28 de mayo de 1985, tienen declarado que "la lengua oficial de España es el castellano", que "sólo del castellano se establece un derecho y un deber individualizado de conocimiento", y que, sin embargo, "no se exige el mismo deber, ni expresa ni tácitamente, respecto a las demás modalidades lingüísticas de España".

En fin. Todas las lenguas son hermosas, aunque, claro está, unas más que otras y proclamo mi respeto por cada una de ellas. No digamos por las españolas, es decir, del español o castellano, del catalán, del gallego y del vasco. La noble lengua de fray Luis de León y de Antonio Machado puede y debe vivir en paz con las otras lenguas que, sin ser el español, son también españolas. De acuerdo en esto, pero como el profesor José María Blecua sentencia, "al final, el español es sólo uno: el que nos une al mundo, el que denomina la vida, el amor, la muerte y las pequeñas cosas". Y es que, a decir verdad, el español de España tiene una naturaleza que lo inmuniza contra cualquier tipo de germen, incluidos los despropósitos de algunos nacionalismos tribales como lo es el empeño en que se eduque a los niños no ya para desconocer el español sino para despreciar a España. Son las siembras de Caín sobre los surcos doloridos de la España desvertebrada, junto a las oquedades de la Historia. Qué bien les vendría a algunos recordar a Manuel Azaña en uno de sus grandes discursos: "A mí lo que interesa es renovar la idea de España sobre la base nacional de España, edificar una nueva España sobre la roca viva española".

Afortunadamente, muchos somos la España de César Vallejo, "el español de España".

Temas

Ver los comentarios Ocultar los comentarios

Portada

Suscríbete a nuestro boletín diario