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El debate moral en torno a los extremismos

Las ideas no se combaten negándole autoridad moral a quienes las defienden, sino denunciando las consecuencias desastrosas de aplicarlas.

Las ideas no se combaten negándole autoridad moral a quienes las defienden, sino denunciando las consecuencias desastrosas de aplicarlas.
Irene Montero (d) conversa con el diputado de Vox, Ignacio Gil (i) y Félix Bolaños (c). | EFE

No es fácil que los políticos discutan algo de interés. Sin embargo, de vez en cuando pasa y el debate nos empuja a reflexionar y a enfrentarnos a nuestras decisiones políticas como votantes. Ha ocurrido en Francia. Allí, la primera ministra ha dicho que Reagrupamiento Nacional, el partido de extrema derecha de Marie Le Pen, es heredero de Pétain, esto es, de la Francia de Vichy, aliada de Hitler. Macron la ha regañado con el argumento de que no se puede insultar a trece millones de franceses diciéndoles que son fascistas. No explicó si no debe decirse por cálculo electoral o porque simplemente es mentira. En cualquier caso, Macron cree que hay que vencer a la extrema derecha debatiendo ideas, no desautorizándola moralmente.

El problema puede extrapolarse con facilidad a España, donde Vox es acusado de franquista, lo que se supone que le deslegitima para gobernar nada, aunque tenga los votos suficientes para hacerlo. Y la cuestión debería plantearse también respecto a los comunistas, antidemócratas por definición, aunque respecto de ellos, casi nadie discute su legitimidad para gobernar. Y no digamos a los partidos separatistas, que aspiran a acabar desde las instituciones, no ya con la democracia, sino con la nación misma. ¿Deben todos ellos ser desautorizados moralmente hasta el punto de que los demás partidos no pacten nada con ellos o deben ser tratados como partidos corrientes no sometidos a ninguna otra sanción que no sea la que resulte de las ilegalidades que pudieran cometer?

Es cierto que en nombre del comunismo y del fascismo se han perpetrado innumerables crímenes, pero eso no convierte necesariamente a cualquier comunista o fascista en un criminal. En consecuencia, se puede, en España y en Francia, ser todo lo extremista que se quiera, aunque la historia aconseje no votarles. Pero, el caso es que los extremistas tienen margen en nuestro régimen para aplicar muchas de sus radicales y desastrosas ideas sin necesidad de tener que dar un golpe de Estado. Por ejemplo, la Constitución española permite políticas muy intervencionistas en la economía, por muy desaconsejables que sean. Pero es ahí donde debe centrarse el debate. No en desautorizar moralmente a ningún político bajo la mera acusación de ser comunista o fascista, se tenga él por tal o no. Las ideas no se combaten negándole autoridad moral a quienes las defienden, sino denunciando las consecuencias desastrosas de aplicarlas. Y, si no se tiene capacidad para hacerlo, la causa quizá no estribe tanto en que hay demasiados comunistas y fascistas, como en lo mal que defienden los socialdemócratas y liberales que padecemos las suyas. No se trata por tanto de acusar a nadie de franquista o, en su caso, de comunista. Eso no es más que un insulto. Y aquí lo que hay que hacer es argumentar. ¿Es mucho pedir?

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