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Ese reconfortante aroma a tráfico

Hay algo de aspecto delictivo en todos los artefactos sobre los que la izquierda posmoderna quiere que te desplaces.

Hay algo de aspecto delictivo en todos los artefactos sobre los que la izquierda posmoderna quiere que te desplaces.
Europa Press

No hay manera de subirse a una bicicleta por la ciudad sin parecer un jovenzuelo que acaba de robarle el bolso a una ancianita. Hay algo de aspecto delictivo en todos los artefactos sobre los que la izquierda posmoderna quiere que te desplaces, ya sea la bici, el patinete, el monociclo, los patines, o el monopatín. Todos te dan un aire a menor de edad que vive un tanto al margen de la ley, como si estuvieras a todas horas haciendo pellas, o como si no tuvieras aún los años suficientes como para comprarte un coche en el que llevar a la churri de paseo como Dios manda. Aunque es probable que no haya ninguno de esos transportes alternativos tan ridículo como la bicicleta. Un adulto en bicicleta por la ciudad es un flan de vainilla en el plato de postre del restaurante de un tren.

En su afán por acabar con el humo de los tubos de escape, tras años dando la murga para que los coches se tragaran su propio humo, lo convirtieran en pétalos de rosa, y lo lanzaran a la atmósfera por donde las ballenas expulsan el vapor, los políticos locales se han lanzado a promover los patinetes eléctricos, que es como subirse a tu primer móvil Nokia pero con ruedas, y recorrer la ciudad haciendo el ruido del silencio que precede a la tragedia.

Sin querer, al conductor del patinete eléctrico lo imaginamos siempre enfermo. Tú ves a alguien joven doblar la esquina en uno de esos chismes, inclinándose un poco en las curvas como Sito Pons en el 89, e inevitablemente piensas que debe ocurrirle algo terrible, tal vez no puede andar, o tal vez sea alcohólico y le han retirado el carnet, o va camino al hospital para una amputación total de extremidades.

En cambio, si ves a un tipo demasiado mayor en patinete, simplemente piensas que es el soltero de oro de la familia, el que no ha logrado madurar a los 60, el que aún puede emborracharse en las bodas, coger el micrófono y cantar Quijote de Julio Iglesias dedicándosela "a todas las invitadas guapas". Es también el tipo de persona que se compra una de esas tablas de body con motor eléctrico, de las que ves este verano zumbando en la orilla de ciertas playas, que por si hubiera pocas decapitaciones sin motor, obra del viento y la destreza del surfero, ahora las han inventado con caldera y fogonero electrónico, para que el corte del pescuezo sea más limpio.

De los patines, poco que añadir. Sigue siendo una afición minoritaria, sobre todo porque para aprender a montar en bicicleta debes caerte seis o siete veces en la vida. Para aprender a patinar debes no caerte unas seis o siete veces en la vida, el resto del tiempo te estás levantando del suelo, como si acabaras de cruzarte con Gavi por el medio del campo. No todo el mundo vale para eso. Hay, eso sí, un repunte de lesiones por patines entre los nostálgicos, que tras ir a esta actividad unos meses cuando tenían ocho años deciden volver a subirse a las ruedas cuarenta años después, a la altura del segundo divorcio, que es cuando la gente cree que ya todo le saldrá bien en la vida, y no.

En mi época utilizábamos el monopatín de forma mucho más razonable que los jóvenes skaters de ahora, que se lo toman con una profesionalidad que eriza la piel. Nosotros lo cargábamos bajo el brazo desde el portal hasta el otro extremo de la ciudad. Por supuesto, repleto de pegatinas. Llegábamos al parque donde habíamos quedado. Lo echábamos al suelo liso con ceremonia y un par de frases desafiantes. Nos subíamos para echar una carrera con los colegas. Al primer impulso, el monopatín salía hacia atrás, y nosotros, despedidos hacia delante contra el banco de piedra, perdiendo varios dientes. Le entregábamos el monopatín a mamá y entonces comenzaba el partido de fútbol, que es lo que realmente queríamos hacer desde el principio.

El problema con todo esto no es la práctica deportiva en sí, o como se llame lo de ir con el traje y la corbata al viento, surcando Madrid con un casco blanco, tratando de llegar puntual al curro, montado en una lengua con ruedas que alcanza los 25 kilómetros por hora, los justos para que no puedas esquivar a una bandada de estorninos bombardeando la calzada de norte a sur, y haciendo de tu primer día de trabajo un infierno total con aroma a Cebralin.

El problema es la manera en que la izquierda ha promovido eliminar el tráfico y potenciar este tipo de desplazamientos, gastándose fondos de recuperación de la UE de aquí y allá en hacer kilómetros y kilómetros de carril bici que nadie había pedido y que, por lo general, sirven para que en vez de que te atropelle un Porsche, te desgracie la cintura un idiota de resaca subido a cualquier bicicleta eléctrica municipal.

Que los nuevos pactos políticos municipales estén concretándose en la eliminación de carriles bici es un bonito símbolo que, si bien puede incomodar a los ciclistas urbanos más entusiastas, puede ser el inicio de la reconquista, de la vuelta a los tiempos en que las ciudades eran para los ciudadanos y no para los adoradores de patinetes de oro de Bruselas.

Rosas de papel, una novela de Itxu Díaz, ya a la venta.

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