En la anterior legislatura se podían contar con los dedos de una mano los liberales en el Parlamento: Guillermo Díaz e Inés Arrimadas en Ciudadanos, Cayetana Álvarez de Toledo en el PP, Iván Espinosa de los Monteros en Vox. Sospecho que alguno queda en el PSOE, de la estirpe de Guillermo de la Dehesa y Miguel Boyer, pero debe estar hibernando en espera de tiempos mejores (aunque hay una probabilidad muy alta de que nunca despierte en este horizonte sanchista-nacionalista en el que se han sumergido los socialistas).
Con la desaparición de Ciudadanos y la noche de los cuchillos largos liberales en Vox, que se llevó por delante a Sánchez del Real y Rubén Manso, todavía quedaba un hilo de esperanza con la portavocía de Espinosa de los Monteros, ya que en el melifluo y centrista PP de Feijóo no parece que la contundente visión liberal de Álvarez de Toledo vaya a tener mucho protagonismo. La disruptiva dimisión del hasta ahora diputado de Vox no por esperada deja de ser sorprendente, por lo que significa de bunkerización del partido de Santiago Abascal en la derecha reaccionaria, sin dejar espacio a otras familias del espectro de la derecha. Una deriva que lleva meses denunciando Federico Jiménez Losantos y que se confirma con la salida del dirigente voxero con el perfil más civilizado de todo el partido, que se ancla de esta manera en los posicionamientos ideológicos más extremistas ligados al exfalangista Jorge Buxadé y al ultraderechista Kiko Méndez-Monasterio.
Conozco a liberales en distintos partidos, de Vox al PSOE pasando por el PP y Ciudadanos. Todos ellos suelen estar de acuerdo en asuntos económicos (menos Estado paternalista, menos impuestos confiscatorios, mejor regulación y mayores incentivos a favor de la creación empresarial y la flexibilidad laboral), pero disienten en cuestiones morales, de sensibilidad social y visión de España. Todos ellos también coinciden en una tolerancia hacia las ideas de los demás y una tendencia a alcanzar acuerdos en lugar de priorizar el conflicto, pero también una demarcación muy clara de líneas rojas infranqueables ligadas a la eficiencia por un lado, y el respeto a los derechos humanos por otro.
De lo último se deduce que un liberal siempre va a estar a la contra dentro de una jerarquización organizada militarmente, como suele ocurrir en los partidos al uso, así como que va a preferir la coherencia personal aunque ello signifique tener que andar en solitario, a la lealtad sumisa al grupo de pertenencia, aunque ello le supusieran privilegios económicos y bienestar social.
Un liberal es por temperamento, formación e ideología un Pepito Grillo, un tábano, alguien que, como decía Churchill de Keynes, es capaz de darte en la misma conversación una opinión y la contraria como soluciones a un conflicto.
En mis conversaciones con liberales de Vox, PP y PSOE les suelo advertir que los guiños liberales de sus formaciones acabarán en párpados completamente cerrados a la hora de la verdad. La purga generalizada de liberales en todos estos partidos conduce de nuevo a la anomalía española de que a pesar de que haya un nicho electoral, reducido pero consistente, de liberales, no haya un partido que recoja sus ideas y su sentir. Quizás esté yo muy equivocado, pero no considero que sea una locura imaginar que cabe la posibilidad de un partido en el que estuviesen cómodos de Espinosa de los Monteros a Inés Arrimadas, de Rubén Manso a Guillermo Díaz, de Cayetana Álvarez de Toledo a Albert Rivera. Entre tanto, el único liberal bueno en los partidos políticos realmente existentes parece ser el liberal purgado.