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Cristina Losada

La derrota de una generación

Frente a la España que enterró los fantasmas del pasado y dio ejemplo con su Transición tenemos una España "que está presa de su historia".

Frente a la España que enterró los fantasmas del pasado y dio ejemplo con su Transición tenemos una España "que está presa de su historia".
Adolfo Suárez, durante la firma de los Pactos de la Moncloa en la que aparecen los representantes de los grupos parlamentarios. | Efe

El historiador Juan Pablo Fusi dijo en una entrevista reciente que sentía todo lo que estaba pasando en España como una derrota de su generación, y sus palabras resonaron porque dicen algo verdadero y perceptible que muchos otros sienten, aunque no pertenezcan a aquel grupo. Es palpable que la mayoría de los que vivieron el paso de la dictadura a la democracia, especialmente los que participaron en el proceso desde un sitio o desde otro, sienten lo mismo que Fusi. Pero sería incierto e injusto con generaciones posteriores meterlas a todas en el saco de los dilapidadores, incapaces de valorar como es debido y de defender como se merece el legado de aquella generación. Ese legado, por resumir, es el gran acuerdo plasmado en la Constitución y para resumir más, sencillamente la democracia, que nunca es perfecta, pero se puede perfeccionar o, como sucede ahora, socavar y pervertir.

Quizá lo que ocurre con los que vinieron después es que muchos han dado por sentado que lo que tenemos está garantizado y es indestructible, cuando no es así. O están en el qué más da. Mientras en la política se ha asistido a la incorporación de cada vez más gente sólo interesada en el asalto al poder y dispuesta a lo que sea para conseguirlo, y que ha logrado salirse con la suya. Lo que sea es lo que sea, sin límites, algo que se ha hecho posible al desvirtuarse los contrapesos que se pusieron para impedir que se traspasaran. Se ha vaciado lo fundamental y a la vez se han metido como relleno falsos productos con etiquetas apetecibles, contraponiendo su supuesta modernidad a la supuesta antigualla con olor a naftalina de lo heredado.

Cuántas equivocaciones y estupideces se cometen en España a causa de la confusión y el complejo con la modernidad, del desconcierto ante ella, que sigue, y que empuja a dar saltos al vacío sólo por alejarse de la tradición y lo heredado. Pero, además, por ese camino no va hacia adelante, sino hacia atrás y en lugar de abrirse, se encierra en sí misma. Lo decía el hispanista francés Benoît Pellistrandi en una tribuna en El Mundo, hace un par de semanas (España en la encrucijada: el asombro del historiador): "España, atrapada en las quimeras de los nacionalismos anacrónicos, se está bajando del tren de la historia y ahonda su aislamiento". Un aislamiento intelectual y político.

Frente a la España que enterró los fantasmas del pasado, mostró la grandeza de la idea democrática y dio ejemplo con su Transición (muy presente en los países del Este europeo, cuando pasaron del comunismo a la democracia), tenemos una España "que está presa de su historia", como dice Pellistrandi. Una España perdida en las brumas medievales impostadas de nacionalismos separatistas a los que hay que rendir pleitesía y enzarzada en los odios políticos instigados, reescritura del pasado mediante, en las últimas dos décadas. "Todos en Europa se resignan a que España sea una anomalía, una excepción", dice Pellistrandi. Y se resignan muchos españoles o celebran, incluso, esa cautividad. La obra de la generación de Fusi consistió en dejar atrás cualquier anomalía, y en dejar de creer que España y su historia eran una anomalía, como tantos contaron y algunos aún cuentan. No es de extrañar que Fusi y otros vean y sientan lo que pasa como su derrota, pero hay que saber que es la nuestra.

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