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Cristina Losada

Sorpresa en España: hay manifestantes violentos

Por el largo historial y la abundante experiencia, resultan verdaderamente asombrosos los aspavientos por los incidentes de estas noches en Madrid.

Por el largo historial y la abundante experiencia, resultan verdaderamente asombrosos los aspavientos por los incidentes de estas noches en Madrid.
La Policía carga contra los manifestantes durante una concentración en contra de la amnistía, frente a la sede del PSOE en la calle Ferraz. | Europa Press

España es un país de manifestantes. Lo es desde hace tiempo. Pocos españoles se afilian a partidos, lo que no es de extrañar, y pocos tienen la paciencia de formar y mantener asociaciones con fines políticos. La política se hace aquí sobre las alfombras de los despachos y, luego, como en ramalazo anárquico, sobre los adoquines de las calles. A veces, con los adoquines. Aunque hablando de adoquines, ¡aquel mayo mítico!, hay que decir que hemos llegado pocas veces, si alguna, a la violencia de los franceses, de cuya erupción volcánica dan cuenta las batallas campales con los temibles CRS. En España, nadie se ha atrevido a darles tan duro a los que se manifiestan cuando se desmandan, cosa que sucede incontables veces.

La manifestación pasa por ser la voz de la calle, porque no hay apenas otra cosa, es decir, nada intermedio entre las alfombras y los adoquines. Al disponer de tal membrete o sello, en general, se la sacraliza, salvo cuando se la demoniza, y se le concede gran resonancia, todo lo cual refuerza nuestra propensión a ser país de manifestantes por aquello de que "sólo nos queda protestar en la calle". En estas coordenadas se sitúa el hecho innegable de que aquí ha habido manifestaciones de sobra —y algunas, claramente, sobraban—, y que muchas han dado pie a incidentes violentos, unas veces debidamente reprimidos y otras, indebidamente consentidos. Por eso, por el largo historial y la abundante experiencia, resultan verdaderamente asombrosos los aspavientos por los incidentes de estas noches en Madrid, como si nunca se hubiera visto nada parecido.

Cuando aquí hemos visto de todo. Hemos visto manifas donde la rotura de escaparates y cajeros era práctica rutinaria, el saqueo —recuerdo a un tipo llevándose un jamón— la estampa graciosa de la jornada y patear a policías, una legítima diversión. Hemos visto huelgas generales que originaban, en sus primeros diez minutos, más incidentes violentos que los de estas noches en la capital, y si no había más era porque todo cristo echaba el cierre por precaución. Hemos visto las jornadas violentas del golpe separatista, y aún está fresco el recuerdo de su Tsunami Democratic, eso que montaron después de ciertos viajes a Moscú. Resuena aún lo de los escraches: "jarabe democrático", y no se olvide la kale borroka. O aquellos antiglobalización. Pero hasta aquí era la izquierda, la santa izquierda, voz del pueblo y de la calle, legítimamente armada de adoquín y cóctel molotov. Lo de Ferraz, en cambio, no ha sido la izquierda. Esa es la cuestión.

Hay una diferencia crucial entre unos incidentes violentos y otros incidentes violentos. La diferencia no está en el qué. Si parece, viendo ciertos telediarios y cierta prensa, que España está en vilo y sobrecogida porque unas manifas descontroladas acabaron en enfrentamientos con la policía; si vemos gestos espantados por un tipo de desórdenes que se han dado cientos de veces, no es porque esos incidentes sean excepcionales, insólitos y nunca vistos. Es por el quién. Hay quién puede hacerlo y quién no. Hay quién está justificado y quién no. Hay incidentes violentos ante los que no se dice nada, y los hay inadmisibles e intolerables. Esa es la anómala norma del país de manifestantes.

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