
Lo peor de Pedro Sánchez, con todo, es su conjetura ilusionista. Cree que está genéticamente dotado para infectar ilusiones varias, incluso contrarias entre sí, y ser beatificado por los ídolos del foro. En un escenario, con su sombrero de copa y su traje de gala, se cree capaz de hacer creer al público que los burros vuelan, que la señora se esfuma y que las cartas de la baraja le obedecen. Imagino la sensación de poder y divinidad de este personaje cuando sale a escena y convence una y otra vez a la parroquia de cualquiera de sus cambios de opinión, que ya son tantos que o eran mentiras o es que no tiene ni idea de dónde va la nave. Felipe González le enseñó: OTAN, de entrada, no, pero de salida tampoco. O sea. Y el mismo público, enardecido primero contra la OTAN, luego la glorificó con contrición. La mejor manera de defender una mentira es resistir la evidencia de la verdad.
El gran maestro de esta escuela siempre ha sido El País desde que cayó en manos del socialismo. Su jefe de pista, Javier Pradera, hizo esperar largos años a su rendido respetable con denunciar los casos de corrupción socialista. Cuando lo hizo, años después de haber sido necesario, ya gobernaba Aznar y daba lo mismo porque la derrota era un hecho. Mientras tanto, como reflejó uno de sus escribas, "la pétrea capacidad socialista para negar la evidencia o sostener que los burros vuelan conduce indefectiblemente a la depauperación democrática para medirlos a todos por el mismo rasero: el fin secreto de una estrategia irracional está en que el aburrimiento del público termine por enterrar los escándalos".
La prestidigitación, en efecto, tiene este problema. Cuando un profesional del trucaje dice que de la chistera va a salir un conejo, tiene que salir un conejo, o una paloma, o lo que haya prometido. Pero si del sombrero, supuestamente mágico, sale un cochino, una pantera o, incluso, una agresiva lechuza, el público primero se decepciona y abuchea. Si el artista resiste, luego se ríe, finalmente se enfada y se larga. Pero si cerradas las puertas del teatro ve que nada puede hacerse ante el manitas, opta por no esperar nada, que es lo mismo que esperar cualquier cosa y aplaudir lo que sea. Siempre se trata de lo mismo: de convertir al espectador en asentidor, al asistente en inexistente, al ciudadano en masa acefálica, ingrediente primero de todo tototalitarismo.
Lo que no se puede evitar es la entropía, esa tendencia fatal al desorden que hace que los proyectos se autodestruyan, que los sueños despierten y que los males escapen de la Caja de Pandora. El fingido orden de Pedro Sánchez ha dado síntomas en estos días pasados de que el caos no está lejos, de que tanto desprecio por la concurrencia tenía como fatal destino la reacción en cadena y de que cuando el desdén se une a la estupidez se está en la víspera de una conmoción patética que espabila a los propios de su hipnosis y a los ajenos de su indiferencia.
El origen del horizonte entrópico, en política, es la chulería. Llegar a Jerusalén, invitado por la autoridades israelitas en calidad de presidente de todos los países afectos a la Unión Europea y comportarse como un patán de sauna, ha tenido su coste diplomático y político. Menospreciar con detalle la persona, la obra –de alguien que sí que sabe economía—, y la batalla cultural admirable de un fenómeno como Javier Milei, lo va a hacer sufrir porque, oigan, este tipo, entre otras cosas, gana elecciones. Y como colofón, llegar a la Unión Europea y decir lo que dijo a quienes representan a mucho más que la mitad de los alemanes y relacionarlos de algún modo con los nazis, va a traer cola. En sólo tres momentos, pero seguidos y aparatosos, ha conseguido que muchos perciban el peligro que lleva dentro este chulapo que habla de democracia mientras teje una dictadura. De Pamplona, de ETA, de amnistía a delincuentes, de persecución de jueces ya ni hablamos, de fondos perdidos, de igualdades heridas, de dignidades mancilladas… ya ni hablamos.
El que parecía ser un espiritista de las ideas, del derecho, del revés o del contrario, que lo resistía todo —en realidad es que todo se le había allanado por la torpeza de unos y la tramposería de los propios—, se ha convertido en pocos días en un chusco trilero al que se le adivina donde pone las bolitas. Sí, se puede mentir a muchos durante mucho tiempo, incluso a casi todos si se quiere. Pero el arte de mentir exige modestia de forma que el embuste sea más importante que el embustero que tiene que pasar desapercibido. Cuando la gente empieza a fijarse en las manos del titiritero, es que se desconfía. Y esto es lo que ha ocurrido en España desde hace unos días: se ha abierto paso la sospecha sobre Pedro Sánchez.
Los hay dentro de su partido que han sustituido la ideología por la fe que cree lo que no ve. Pero los hay también que ya entrevén el peligro que para la organización, santo grial del socialismo, tiene un cafre desatado al que se le ha visto el plumero en todo el mundo. Por eso, su esperpento ilusionista está degenerando como el banderillero de Belmonte. Por eso, precisamente, este país va a recuperar la ilusión democrática pero habrá que desvivirse por ello, como hilvanaba el gran Marías.
