
Mi ansiada jubilación debe esperar. La fortuna me ha esquivado de nuevo en el sorteo de Navidad, así que me dispongo a gastar el dinero que no he ganado en cosas que no necesito, por el mero placer de encontrar plaza de aparcamiento en un centro comercial repleto de gente que también siente una particular excitación dando vueltas con el coche en caravana en busca de lucecitas verdes. El verdadero premio Gordo es conseguir una plaza en el parking. Bendito sea Amazon.
La Navidad siempre ha sido sinónimo de masificación. En contra de lo que piensan los comunistas, no se trata de un fenómeno inventado por el capitalismo. En realidad, la primera masificación la provocó el boca a boca de los pastores sobre el nacimiento del Niño. Eran otros tiempos. Aquellos hombres regalaban oro, incienso, mirra, gallinas, cabritos, y en general, cosas que no necesitas ir a comprar a un centro comercial; o las tienes o no las tienes. Y eso que aparcar el camello o el burro en un parking es fácil, lo difícil es encontrarlo después. Lo dejas en la plaza 556 del sótano 2 y al volver te lo encuentras en la zona de Oportunidades comiéndose algunas plantas de Navidad de oferta junto a uno de seguridad con la cara desencajada. Estos animales domésticos son dóciles pero imprecisos en el idioma, como María Jesús Montero. Leen "muérdago" y obedecen.
De todos los rituales navideños más o menos paganos, el que mejor despierta mi instinto criminal es el de las compras en grandes superficies. Creo que fue en 2018, en medio de una estampida de señoras en busca de ofertas, cuando decidí que no volvería a pisar un centro comercial en Navidad, y el resto del año tampoco. Lo he cumplido a medias, porque el problema de las tiendas online es que tardas tres o cuatro semanas en conseguir lo que quieres. Clic, lo compras. Llegan los pantalones, bonito paquete –me refiero al envoltorio—, te los pruebas, se te caen hasta los tobillos, clic, los devuelves. Clic, pides en la web una talla menos, llega después de Navidad, te los pruebas, no te caben, obra y gracia de los polvorones, clic, los devuelves.
Así que al final vas a la tienda física, haces cola para entrar en el parking, haces cola para aparcar el coche, haces cola para coger la escalera mecánica, haces cola para entrar en la tienda, haces cola para hacerte con un dependiente, haces cola para entrar en el probador, pides una talla más, y entonces el chico se convierte en la voz de tu destino riéndose de tu triste ventura: "su talla no nos queda, pruebe a pedirla online". Luego le preguntas si venden escopetas y aún encima te pone cara rara.
A pesar de todo, soy un amante de las compras navideñas, especialmente de aquellas que pueden hacerse desde el móvil sin riesgos. Lo mejor de los juguetes, los turrones, los perfumes, los libros, o los discos, es que no tienen talla. Por lo demás, detesto las aglomeraciones cuando estoy dentro, pero me encanta verlas por televisión, o a lo lejos mientras apuro un whisky en una terraza con mi gorro de Papá Noel y la cantinela de los villancicos de fondo.
Está bien que la gente gaste. Está bien que la gente muestre amor a los suyos obsequiándoles cosas que no necesitan. Regalar lo que el otro necesita es un gesto de cariño, si quieres, pero regalar una lata de Coca-Cola que baila la macarena, o un rascador de espaldas para perros a quien no los tiene, o una réplica de un telégrafo con ventosa para ducha, es la mayor prueba de amor posible. Es como decirle: "¡despilfarro por hacerte feliz!".
Los que odian la Navidad a menudo la emprenden contra el consumismo extremo de estas fechas. ¿Cuál es el problema? Puedes entrar en casa con diez paquetes de regalos, organizar una bacanal por Nochebuena, y después cantar unos villancicos al Niño Dios frente al Belén, santificando cristianamente todas las aristas de la celebración. La idea de que no debemos consumir porque hay muchas personas necesitadas que no pueden hacerlo es una estupidez que suele repetir mucho el mismo tipo de personas que jamás se acercan a Cáritas a ofrecer su particular aguinaldo, como sin duda hacen la mayoría de los cristianos en estas fechas. Si todos nos quedáramos en casa estos días regalándonos manualidades domésticas y sin gastar un céntimo en las tiendas, en los restaurantes, y en los bares, los necesitados actuales no desaparecerían, y en cambio habría un montón de pobres nuevos en cosa de un par de semanas; ese sería el regalo de Navidad más deseado por Yolanda Pérez –definitivamente, el Díaz me lo quedo yo—, pero ella no merece otra cosa que carbón y un par de cohetes espaciales.
En todos los rincones de España, en unos días, estaremos reunidos, inmersos en las celebraciones, cargados de emociones, y cantando viejos villancicos frente al Belén. Tiempo muerto a la pobreza, la traición, y el odio en que vivimos. Puertas abiertas a la risa y los buenos deseos.
Feliz Navidad y próspero año nuevo a todos. A todos menos al de la Complutense, a ese: Feliz Hoja Seca y próspera cosecha nueva.
