
En un mundo donde los gobernantes suelen rendir tributo verbal a la "democracia", incluidos los dictadores, causa asombro o debería que se haya aceptado con normalidad la maniobra de los demócratas norteamericanos para echar a Biden y colocar a Kamala Harris. La secuencia de los hechos muestra que los demócratas, ¡precisamente los demócratas!, no han respetado las reglas democráticas. Y muestra también lo ruines que pueden ser las élites de un partido cuando sufren ataques de pánico al ver que van a perder el poder.
Los demócratas se han portado como miserables con el candidato que los llevó a la Casa Blanca en 2020. Primero le animaron a presentarse a la reelección o lo permitieron, cerraron los ojos a los problemas que eran visibles y sostuvieron que estaba en perfectas condiciones. En vísperas del debate con Trump, decían que Biden estaba ¡en plena forma! Pero durante ese debate, el 28 de junio, la realidad los atropelló y en pocas horas les entró un pánico furioso e incontrolable. Y con el pánico, la histeria. Y con la histeria, el deseo de tirar a Biden por un barranco. De un día para otro, el presidente que estaba en plena forma pasó a ser un viejo chocho al que había que retirar, sí o sí. De entrada, el viejo se resistió, y con razón. A fin de cuentas le habían votado a él para ser presidente; no a los que intrigaban en la sombra, no a los multimillonarios progres de las tecnológicas, no a George Clooney.
Ridículo y poco menos que grotesco era escuchar en la misma frase que Biden era un gran presidente, ¡enorme! ¡el mejor! pero que no debía presentarse a la reelección. Si era tan bueno, ¿por qué no? El elogio era la mantequilla. Cuando, al fin, consiguieron que el viejo cediera, sin explicar nada —qué vas a explicar si te están echando a patadas—, la parte grotesca del episodio ganó la batalla. Resulta que Biden está gagá para ser candidato, pero no para seguir siendo presidente. No puede competir en unas elecciones, pero puede tener el poder Ejecutivo de la primera potencia militar del mundo y la mayor democracia. Y esto lo ven normal los demócratas.
La normalidad demócrata incluye, claro, poner a Harris sin pasar por la competición de primarias, como es la norma. Colocarla ahora frente a otros candidatos, verla y valorarla debate tras debate sería letal y despiadado. Así que se han puesto a organizar la euforia, que sirve de sucedáneo del procedimiento democrático. Se trata de una euforia peligrosamente contagiosa, por lo que se ha visto. Políticos europeos y españoles que poco sabían de Harris y menos aún de qué ha hecho como vicepresidenta, proclaman que es una gran estadista o que ha revolucionado la política. Sin hacer nada, salvo vídeos en TikTok y memes, ya es Metternich.
Al fondo de estas anomalías hay, naturalmente, un justificante. La canallada de los demócratas la justifican con lo previsible: frente al canalla oficial que es Trump, todo vale. Esa justificación implícita y este "todo vale" no son anecdóticos. Aparecen continuamente. Son ya categorías de una política que, en muchas democracias, está abriendo la puerta a vulneraciones de las reglas democráticas que no se hubieran admitido antes. Que ni siquiera se hubieran intentado. Y que se hacen, cómo no, en nombre de la democracia. Pero no es por la democracia, sino por el poder. Vencidos los escrúpulos, abotargados por la polarización, contentos con los sucedáneos hemos llegado a una aceptación general de que el fin (de mantener el poder o de evitar que otro llegue al poder) justifica los medios.