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Anna Grau

¿De quién es la Moreneta?

La violencia era inherente al procés por la sencilla razón de que el procés iba de imponer una de todas las Cataluñas posibles a todas las demás.

La violencia era inherente al procés por la sencilla razón de que el procés iba de imponer una de todas las Cataluñas posibles a todas las demás.
Illa en su visita al Monasterio de Montserrat. | EFE/ Marta Pérez

¿Diada de la Marmota en Cataluña? Depende. Ha ido mucha menos gente, pero mucho más cabreada. Las patéticas imágenes de indepes zurrándose entre sí en el Fossar de les Moreres (donde la leyenda dice que "no se enterra a ningún traidor"; otra cosa es que le puedan partir la cara) habrán arrancado alguna sonrisa de circunstancias a los que llevan años aguantando estoicamente el mantra de que el 1 de Octubre las fuerzas de seguridad del Estado ejercieron una "intolerable violencia sobre pacíficos votantes indefensos" (sic). Pues ya se ve lo que pasa cuando se les deja solos. No se sacan más ojos entre sí porque no tienen.

La violencia era inherente al procés por la sencilla razón de que el procés iba de imponer una de todas las Cataluñas posibles a todas las demás, por las buenas o por las malas. Ahora parece que entre procesistas se quieran imponer unos a otros el relato de cómo todo esto ha podido acabar así: con varios focos separatistas haciendo metástasis y con el socialista Salvador Illa al frente de la presidencia de la Generalitat.

Salvador Illa no oculta que él cree en Dios. Yo también, ya puestos. Más gente de la que parece cree, a su manera. Pero la manera de Illa es más formal y solemne que otras: católico convencido, arrancó el curso político reuniendo a su gobierno en el monasterio de Poblet. Y el pistoletazo de las celebraciones institucionales de la Diada fue, este año, un acto de gala en el Parlamento catalán, en el cual se otorgó el más alto honor de esta institución, la Medalla de Oro, a la abadía de Montserrat.

No es lo que todo el mundo se esperaría de un político socialista. Menos en un momento que la Iglesia tiene más fieles y más amigos fuera de España que dentro de ella. Hubo, hay, protestas porque esta Medalla de Oro se haya dado cuando distan mucho de haberse apaciguado varias denuncias pendientes por abusos sexuales de menores en entornos eclesiásticos. Un tema al que por cierto el abad Manel Gasch no dudó en hacer frente al recibir la Medalla: admitió errores y reconoció que para superarlos hace y hará falta mucha humildad. Por las mismas, reivindicó éxitos y aciertos de una institución milenaria (si sólo nos ceñimos a Montserrat) y bastante más que eso, si nos remontamos a los orígenes oficiales de la cristiandad.

Sin quitarle ni un ápice de gravedad a esos abusos, una a veces tiene la sensación de que lo que se discute no es eso, sino otra cosa. Cuando se detectan abusos en un centro escolar no religioso nadie pide desmantelar la enseñanza pública: se pide castigar a los responsables, quitar las manzanas podridas del cesto, y seguir enseñando. Se entiende que una, incluso unas cuantas, incluso demasiadas, miserias particulares no invalidan los logros del sistema general. Lo contrario sería una especie de Inquisición por turnos: quemar a los curas donde antes se quemaba a los herejes, sin atender a razones y sin mirar.

A día de hoy, en Cataluña la labor social de la Iglesia aventaja bastante a la de las Administraciones. Una persona sin hogar en Barcelona antes podía confiar en el hospital de campaña de la parroquia de Santa Anna o en Cáritas que en los servicios sociales for okupas only que durante años instituyó y abanderó la muy olvidable alcaldesa Ada Colau. Por no mencionar el detalle de que, si se quiere ser tan progre, tan progre, de pedir que no se criminalicen imanes y mezquitas por la ferocidad terrorista del islam radical, ya por el mismo precio se podría hilar igual de fino con otras religiones. Ni todos los moros son unos asesinos, ni todos los cristianos unos pederastas.

Dando esto por zanjado, de momento: que el arranque institucional de los fastos de la Diada de este año, el primero D.P. (después del procés), haya sido un homenaje a la abadía de Montserrat tiene mucha miga. Montserrat, el Virolai, la Moreneta, son símbolos catalanes de primera magnitud, con fe católica o sin ella. Culturalmente, políticamente, incluso esotéricamente. No es casual que en diciembre de 1970 se encerraran allí 300 intelectuales antifranquistas para protestar contra el Proceso de Burgos. Tampoco debe serlo que Jordi Pujol se agarrara un buen berrinche cuando Juan Pablo II visitó Montserrat y, a su modo de ver (y sobre todo al de su esposa), el Papa "no vio nada, no se enteró de nada y no nos hizo sentir queridos". Pujol esperaba algo así como una bendición pontificia a la montaña más por catalana que por mágica. Y no quedó satisfecho.

Décadas después, ¿se repite la Historia? Porque en el acto de concesión de la Medalla de Oro, Illa hizo un discurso muy medido, muy tarradellista, muy de subrayar que Montserrat está o puede estar en el ADN de muchos tipos de gentes. En cambio, el presidente del Parlamento, Josep Rull, correligionario de Carles Puigdemont, hizo un discurso mucho más pesado y más largo del que, de cada tres palabras, una era "nación" o "nacional". Refiriéndose todo el rato en exclusiva a la "nación catalana" porque claro, ¿qué otras hay?

Esto pasaba el 10 de septiembre por la tarde. Al día siguiente, el 11, la Diada propiamente dicha, más de lo mismo: los de Illa buscando tener la fiesta institucional y en paz —aburrida incluso—, los independentistas sacando pecho y estelades, pocas, pero rechinantes. Aunque sea un rechinar de dientes. Todo parece indicar que nos encaminamos al enésimo choque de relatos y de revisión de símbolos. ¿De quién es la Moreneta? ¿Alcanzará para todos? ¿O habrá que negociarla, como la financiación?

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