
Una de las técnicas de los carteristas consiste en distraer a su víctima dirigiendo su atención hacia otra parte, de manera de concentrar su sensibilidad en ese punto alejado e inútil. Los descuideros de la política emplean un método muy similar. El mismo, realmente. Los adornos de complejidad teórica, sustento práctico y "honrado", y alarde retórico son sólo eso: material para la desatención y, simultáneamente, atractivo pseudo doctrinario –ergo, más invocación del descuido—. Como en la magia, ni hay nada allí, ni aquí. Mas, en medio hay un beneficio para los que ejecutan la vieja destreza.
Las utopías, es decir, esos no-lugares, esos engaños presentes de un futuro que jamás será —una suerte de placebo ideológico—, funcionan como idóneos dispositivos para orientar las cautelas y los escepticismos hacia temerosos silencios o, en el mejor de los casos, hacia ruidosos asentimientos.
Estas ilusiones, que ni siquiera precisan de la promesa explícita ni elaborada, rara vez funcionan sin otro artilugio que facilite el ansia de descuidar el interés o la vigilancia en el ahora; esto es, la amenaza presente contra ese destino ilustre —el "otro" imprescindible—.
¿De dónde surge este requisito añadido casi fundamental? Acaso del hecho de que, como proponía Emile Cioran en Historia y utopía, el acontecimiento apocalíptico –como la llegada de los "fachas", de los "ultras", los "ofensores"; o la mismísima existencia de Israel– puede precisamente "transformarse en ilusión" y, luego, en "la esperanza de un paraíso sobre la tierra", ese "porvenir, visión de una felicidad irrevocable, de un paraíso dirigido en el que no cabe el azar". Ese mañana sin el "otro". En breve, la mentida calamidad prefigura la utopía: el futuro ideal será el que haya derrotado y desterrado la "causa" de los estragos que han roto la continuidad entre un supuesto pasado fetén y este hoy "mancillado".
De manera que, siguiendo al citado autor, la utopía no sería sino la reproducción de una nostalgia que tiene por horma una mistificación retroactiva; es decir, un pasado evocado no como tal, sino como perversa interpretación ideológica del presente; un falansterio nebuloso, falaz, peligroso. Imposturas e intimidaciones para prometer un "edén" que inexorablemente rechaza lo "anómalo", lo díscolo, lo heterogéneo, en resumen, al disidente; y que por tanto se aboca al acatamiento incondicional.
Porque la utopía exige la entrega presente, absoluta, a la doctrina: lo único que se se permite en la actualidad es, precisamente, como anunciaba Cioran, el enclaustramiento en la obediencia a las reglas para lograr el advenimiento de la felicidad porque, invariablemente:
...la ‘nueva tierra’ que se nos anuncia afecta cada vez más la figura de un nuevo infierno. Pero a este infierno lo esperamos, nos obligamos incluso a precipitar su llegada. Los dos géneros, el utópico y el apocalíptico …, uno influye en el otro para formar un tercero maravillosamente apto para reflejar la clase de realidad que nos amenaza y a la que, no obstante, diremos sí, un sí correcto y sin ilusión. Será nuestra manera de ser irreprochables ante la fatalidad.
Así, los "creyentes" deben vigilarse, delatarse unos a otros y a sí mismos. Como en la era soviética. Como en la China de Mao. Como en la Gaza de Hamás o en el Líbano de Hizbulá. Deben, en el mejor de los casos, otear el horizonte para divisar la llegada de los tártaros escépticos, críticos, de los indóciles: los "no creyentes", "los sionistas". O, en el peor, convertirse en la carne de cañón de la cruzada contra todo, contra todos, contra el presente y el pasado y, sí, también contra el futuro tan promocionado.
Después, de todo, tal y como apuntaba Isaiah Berlin en The Crooked Timber of Humanity, la utopía se erige como el remedio social definitivo para el que todo vale:
...la noción misma de una solución final... no sólo es impracticable sino... incoherente... y muy peligrosa. Ya que, si uno realmente cree que tal solución es posible, entonces ningún costo sería demasiado alto para obtenerla: hacer a la humanidad justa y feliz y creativa y armoniosa para siempre, ¿qué precio podría ser demasiado alto?
[…]
Puesto que conozco el único camino verdadero hacia la solución definitiva de los problemas de la sociedad…, y puesto que ustedes ignoran lo que yo sé, no se les puede permitir la libertad de elección ni siquiera dentro de los límites más estrechos, si se quiere alcanzar la meta.
…y si hay resistencia basada en la ignorancia o en la malevolencia, entonces hay que romperla y puede que cientos de miles tengan que perecer para hacer felices a millones para siempre. ¿Qué otra opción tenemos nosotros, que poseemos el conocimiento, sino estar dispuestos a sacrificarlos a todos?
Si la fe yace en el futuro, de manera que el presente está abierto a las intervenciones "necesarias" para elaborar esa posteridad a imagen y semejanza del ayer idílico concebido. Y el pasado, por su parte, es relegado a fungir como una suerte de baúl del que se extraen trozos de cronología, nombres, estandartes, para usarlos para su pretendida reconstrucción cabal...
Mas, los tártaros que anuncian no vienen. Nunca vienen, porque los asaltantes son precisamente los que ordenan atalayar la nada que encienden de pasiones para dar verosimilitud a los aspavientos de su ideología; es decir, el cotillón de la utopía, esa corneta monótona que rellena los silencios, que disimula y acalla las verdades. Detrás de esta impostura realizan los mediocres taumaturgos lo que sea que precise de esa escenificación, de los sacrificios, de esa depreciación de los valores de sus sociedades. Ellos y sus inevitables cómplices.
