Este triunfo de Donald Trump no causa la conmoción de 2016, pero se recibe otra vez con sorpresa. No debería. Al principio del año electoral, la parte más cualitativa de las encuestas, la que menos tiende a fallar, mostraba que una mayoría de estadounidenses valoraba que la economía había ido mucho mejor durante el mandato de Trump que en el de Biden y veían al primero como más capaz de enderezar la situación. Este tipo de valoraciones no las mueve fácilmente un cambio de candidato. No en un país donde mucho votante decide en función de estos esenciales asuntos y se deja enredar menos por los "relatos". Que Harris pudiera remontar aquella desventaja era improbable. Más aún cuando no era una recién llegada sino la vicepresidenta, su labor para atajar la inmigración ilegal fue inexistente y no pasó por los filtros de las primarias. La auparon al final después de un sucio golpe palaciego contra el viejo.
De Trump se ha hecho un "monstruo", con su propia y entusiasta colaboración, y será por ello que nuevamente sorprende que gane y que todo el mundo se pregunte cómo es que el "ogro" ha podido triunfar, cuál será el secreto. Pero las explicaciones se encontrarán mejor a partir de otra pregunta, la pregunta sobre la derrota: por qué han perdido Kamala Harris y los demócratas, y de forma humillante en vista de las expectativas. A ver si la "mala bestia" no ha ganado por ser la "mala bestia" que excita los peores instintos de la gente, como quieren algunos, sino porque los demócratas eran para muchos una opción peor, que no merecía otra oportunidad. Gran entusiasmo no despertaron: no convencieron siquiera a todos sus votantes potenciales. La campaña demócrata repitió hasta la saciedad que Trump era una amenaza para la democracia, incluso un fascista, pero ni por esas. El "relato" no ha calado y la oleada masiva de voto que esperaban levantar activando la alarma apocalíptica se quedó en el reino de los sueños.
Con Harris o sin Harris, los demócratas tienen un problema. Tienen más, sí, pero uno sobresale y preside sobre el resto: no ofrecen a los estadounidenses "una imagen de cómo podría ser nuestra forma de vida compartida". Lo dice Mark Lilla, él mismo un demócrata "frustrado" por la deriva del partido, en su libro El regreso liberal. Más allá de la política de identidad, escrito a raíz de la primera victoria de Trump. Lilla, ya mucho antes crítico con los dogmas de la corrección política que son la matriz del "wokismo" actual, piensa que la clave de las victorias de la derecha estadounidense, de Reagan en adelante, está justo ahí: la derecha tiene y ofrece esa imagen, mientras los "liberals" han renunciado a tenerla. Han renunciado, dice, desde que se volcaron hacia "las políticas del movimiento de la identidad y perdieron la noción de lo que compartimos como individuos y lo que nos une como nación".
Un ejemplo gráfico que pone Lilla es algo más que anecdótico. Cuando está escribiendo el libro, entra en las páginas webs de los dos partidos y ve que la de los republicanos lleva destacado el documento "Principios para una renovación de Estados Unidos". En la de los demócratas vio un listado de enlaces titulado "Gente". ¿Y adónde dirigía ese listado? Pues a un sinfín de páginas diseñadas para atraer a grupos e identidades determinados: mujeres, hispanos, estadounidenses étnicos, colectivo LGTB, afroamericanos, asiáticos americanos, nativos americanos, gente de las islas del Pacífico y así hasta diecisiete grupos para los que hay diecisiete mensajes diferentes. "Uno podría pensar", dice Lilla, "que por error ha dado con la web del Gobierno libanés, no con la de un partido que tenga una visión del futuro de EEUU".
Frente al "Make America Great Again" de los republicanos, el rompecabezas identitario de los demócratas. Frente a la idea de la unión (E Pluribus Unum), la babel de la segmentación. En los Estados Unidos, para presidir la nación hay que creer en la nación.