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Anna Grau

De bulos y de bolos

Es que ya no hace falta ni soltar bulos. Basta, como les digo, con ir de bolos.

Es que ya no hace falta ni soltar bulos. Basta, como les digo, con ir de bolos.
Angélica Rubio comparece en la Comisión de Nombramientos del Congreso | Europa Press

En su día, José María Aznar (y Miguel Ángel Rodríguez) demostraron que se podía llegar a presidente de España teniendo en contra al grupo PRISA. Donald Trump acaba de dejar en ridículo a The New York Times, a Hollywood (quitando a Clint Eastwood) y a una parte importante de analistas y creadores de opinión en España. Algunos admiten honrada y noblemente que no vieron venir su victoria (caso de Carlos Herrera, un señor), otros siguen mareando la perdiz para justificar que, si ellos no se enteran de nada, la culpa la tiene la nada.

Todos nos podemos equivocar. Nos ha pasado a todos. Les pasa hasta a José Félix Tezanos y Narciso Michavila. El problema no es el error, si es humano y de buena fe. El problema es cuando el error te entra en el sueldo.

Leía el otro día servidora un escrito muy interesante, una especie de manual de instrucciones para sobrevivir en una cárcel, si nunca has estado en ella y te condenan por primera vez. El autor de las instrucciones era un preso veterano. De todas sus recomendaciones, me llamó especialmente la atención esta: "ten en cuenta que determinados beneficios penitenciarios, aunque por ley y en teoría te correspondan, en la práctica nunca los vas a obtener, porque están reservados a los confidentes". Es decir, a los presos que, a cambio de un trato de favor, "pasan" información a las autoridades. O hacen circular desinformación en su nombre. Estaríamos hablando de entre un 25 y un 30 por ciento del total de la población reclusa. Tres de cada diez presos serían unos chivatos remunerados.

El escrito hacía referencia al sistema penitenciario de Estados Unidos, pero no veo por qué no tiene que valer también aquí, donde todos sabemos más de América que los americanos. O más de Valencia que los valencianos. Etc. La verdad es que al enterarme de que hay tantos confidentes en las cárceles (americanas), y que para tenerles contentos, hay que mantener a todos los demás por debajo de un techo de cristal, de una ley del embudo no escrita, no pude evitar pensar: mira, como los periodistas.

Hasta la saciedad hemos hablado últimamente de los peligros de los "bulos" en prensa. ¿Por qué no hablamos un poco también de los "bolos"? Cuando yo empecé en este oficio, veníamos de una costumbre de compadreo entre periodistas y políticos que hundía sus raíces en el manglar de complicidades —unas nobles, otras no tanto— de la Transición. Digamos que la primera prensa democrática se echó alegremente a la espalda el deber de ayudar con algún que otro empujoncito a que ganaran los buenos y a que los malos mordieran el polvo. Eso se podía hacer incluso de la mayor buena fe, con sincera voluntad de servicio público. Por ejemplo, cuando nos dieron el susto del 23F, o cuando las grandes cabeceras periodísticas de todo el país cerraban filas contra ETA.

Ay, pero desde entonces ha llovido mucho. Han caído unas cuantas DANAS. Y lo que empezó siendo un estado de alarma periodística, acabó degenerando en un star system de vividores de los medios —públicos o privados pero hipersubvencionados…—, rozando en algunos casos extremos de corrupción no muy distintos a los que tan encendidamente denuncian en los políticos. Aquello de ver la paja en el ojo ajeno y obviar la viga en el propio.

Hace no tanto, si a un periodista se le conocían simpatías muy ardientes por un determinado partido político, el trabajo era suyo para convencer a colegas y a lectores de que, a la hora de informar, se dejaba en casa la escoba de barrer para la misma. Se aceptaba y toleraba un cierto grado de escoramiento, pero no la mentira pura y dura. La verdad tenía vida propia. Por eso si salían noticias de feos escándalos abominables, la gente reaccionaba. Se lo tomaba en serio.

Ya no. Han abusado tanto, unos y otros —a lo mejor unos más que otros, no digo que no; pero eso tampoco es excusa— de llevar a su molino no ya el agua, sino el café, el puro y los whiskies, que el público ya toma a casi todos los medios de comunicación por el pito del sereno. Pagando a veces justos por pecadores, doy fe. Pero cuando el porcentaje de pecadores es tan alto —como el de los confidentes en las cárceles—, los justos tienen poco que hacer y que decir.

Es que ya no hace falta ni soltar bulos. Basta, como les digo, con ir de bolos. Con ser uno de esos analistas, tertulianos, etc, etc, demasiado conscientes de que, a poco que se aparten de la doctrina dominante en cada momento, se quedan sin salir en determinadas teles o radios, o sin firmar en según qué periódicos, casualmente los que pagan mejor. Desmesuradamente incluso a algunos y algunas. Y entonces pasa lo que pasa, que viene la realidad y te da una hostia con la mano abierta. Pasa con la opinión sincronizada, pasa con la demoscopia de cámara, pasa con sanchólogos, mazonólogos, errejonólogos y trumpólogos. Asistimos entonces al divertido —más que edificante— espectáculo de ver cómo algunas voces autorizadas dedican más tiempo a justificar a toro pasado sus contradicciones, que a procurar no contradecirse.

Como les decía, en estos temas el problema es la masa crítica. La masa crítica, cada vez más cautiva y desarmada, de periodistas sensatos, independientes y ecuánimes, que se pueden (nos podemos) equivocar como todo hijo de vecino, pero que procuran (procuramos) acertar, y así les (nos) va. Porque la prudencia, el pensárselo dos veces, el matizar, el analizar, ahora mismo puntúan poco. Merecen muchos más palos que zanahorias del sistema, rodeados por todas partes por agentes de Matrix, con sus pinganillos conectados al poder. ¿A ustedes les sorprende que Mazón estuviera largas horas de cháchara con una periodista el día de la DANA, en vez de estar por la labor? Yo lo que me pregunto es por qué labor estaba la periodista, con la que estaba cayendo, también para ella.

Y luego está la otra masa crítica, la de los lectores, oyentes, televidentes y votantes. O no. Abrumados también numéricamente por cuñados y por hooligans, el público inteligente opta a menudo por desconectar. Por informarse de otra manera. Por votar otra cosa. Y se rompe el hechizo de que estábamos todos de acuerdo y pensábamos todos lo mismo. Pero ese hechizo se suele romper cuando se han roto ya tantas otras cosas, que la catástrofe está servida. La natural y la contra natura.

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