En el último minuto y suplicando (literalmente) a sus socios el voto a favor, el Gobierno sanchista sacó adelante, a empellones, una especie de reforma fiscal utilizando retazos de su plan original, que tuvo que ir remendando sobre la marcha en una sesión parlamentaria maratoniana.
Cabe felicitarse por que el sanchismo no sacara adelante su programa completo de abuso fiscal contra las sociedades inmobiliarias cotizadas, los bienes de lujo, los pisos turísticos, el combustible diésel o el impuestazo contra los seguros médicos privados. Aun así, el Ejecutivo logró sacar adelante, tras impetrar el apoyo a sus socios parlamentarios, varios hachazos fiscales como la ampliación durante tres años más del impuesto especial a la banca, el mínimo del 15% en el Impuesto de Sociedades, nuevas reducciones de los beneficios fiscales y una subida del tipo marginal del IRPF para rentas del ahorro, todo lo cual repercutirá finalmente en el bolsillo de los ciudadanos a través del encarecimiento de los productos y servicios afectados por esta nueva andanada fiscal del Gobierno social-comunista.
Sánchez carece de un plan económico porque todo depende lo que pueda negociar en cada momento con separatistas y antisistema cuando los proyectos llegan al parlamento. No cabe extrañarse de que sus planes de reforma fiscal sean un Frankenstein impositivo, remendado con los parches que los socios del Gobierno le permiten añadir al engendro inicial, lo que agrava aún más la situación de inseguridad jurídica en que está sumida España desde que Sánchez llegó al poder.
Lo que subyace en esta constante improvisación sobre las subidas específicas de unos u otros impuestos que primero se anuncian, después se negocian, más tarde se suplican y, finalmente, llegan al BOE de manera improvisada, es la vocación liberticida del socialismo, que basa su receta para cumplir con las exigencias de Bruselas en materia de déficit y endeudamiento exclusivamente en el aumento de la presión fiscal a empresas y ciudadanos. Esta negativa a recortar gasto público y a liberalizar amplios sectores de la economía que permanecen esclerotizados por las regulaciones estatales es lo que sirve de argamasa a esa amalgama de partidos radicales, que cifran en Sánchez su única esperanza de seguir influyendo decisivamente en la cuarta economía de la UE.
Con estas continuas reformas legislativas y una creciente presión fiscal que ya está en niveles confiscatorios no solo se desincentiva la inversión extranjera, sino también a las empresas nacionales, que ven con incertidumbre el futuro de sus negocios en este clima de progresivo terror fiscal.
Una economía boyante necesita una política económica clara, que no esté sujeta a las continuas agonías parlamentarias de un Gobierno precario. Pero el sanchismo no entiende de planes a medio plazo. En estos momentos, acosado por la corrupción sistémica de sus más altas estructuras, el único objetivo del Gobierno y el PSOE es trampear en el parlamento y rebajarse lo que sea menester para que su líder pueda dormir un día más en La Moncloa.

