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Anna Grau

Que la CIA llame a Puigdemont

Cometeríamos un error no dando la importancia debida a que un expresidente de la Generalitat enarbole barbaridades como que al Estado todo le vale para destruir Cataluña. Atentados incluidos.

Cometeríamos un error no dando la importancia debida a que un expresidente de la Generalitat enarbole barbaridades como que al Estado todo le vale para destruir Cataluña. Atentados incluidos.
Puigdemont. | EFE/ Pablo Garrigós

El martes de esta semana se presentó en la librería Byron de Barcelona (algo así como una Shakespeare and Company a la catalana: todo lo prohibido o que molesta encuentra refugio allí) un libro firmado por mis queridos Pablo Planas e Iñaki Ellakuría. Se titula Puigdemont, el integrista que pudo romper España (La Esfera de los Libros). La presentación consistía en una conversación de ambos autores con Arcadi Espada. El anuncio del acto provocó dos reacciones muy llamativas, tan aparentemente contradictorias como, en el fondo, complementarias:

A) Gente que conozco, que ha vivido en primera línea todo el desgaste del procés, me dijo que no iba a ir porque ya están "hartos" y Puigdemont les "aburre". Que les parece más distraído discutir sobre si está vivo o muerto Elvis Presley.

B) Otra gente que ha vivido lo mismo, y de ideas coherentes con la del grupo A, fue en cambio en masa al acto, abarrotando la sala y obligando a más de la mitad de los asistentes a seguir los parlamentos desde fuera.

El debate de si Puigdemont sigue siendo sujeto y objeto de actualidad, o ya debería ir deslizándose hacia los libros de Historia, estaba presente también en la mesa. Espada le dio por muerto. Ellakuría advirtió de que vale, pero cuidado: el "sentimiento" que lo hizo posible sigue ahí. El nacionalismo no se crea ni se destruye, sólo se transforma, como la energía. Planas advirtió certeramente que no basta con levantar acta de la defunción de algo para dar por superados sus efectos, que se dejarán sentir mucho tiempo en la sociedad catalana.

Espada y Ellakuría coincidieron en un recordatorio lacerante que, mira por donde, sí está de rabiosa actualidad: el infame uso que la Generalitat de Puigdemont hizo de los atentados del 17 de agosto de 2017 en las Ramblas de Barcelona y en Cambrils. Yo, que entonces vivía en Madrid y todavía no me había planteado el retorno a mi tierra, mucho menos para ser diputada, sí recuerdo con nitidez que toda aquella secuencia de hechos me confirmó que Cataluña iba de cabeza al desastre. Era como si los atentados y su gestión, antes, durante y después, rompieran un último dique de mala fe, a partir del cual era posible todo.

Ahora el Congreso, por presiones del separatismo, investiga aquellos hechos, pero los investiga de aquella manera: no se quiere poner el acento en que los de Puigdemont actuaron frente a aquellos atentados con una eficacia comparable a la de Carlos Mazón frente a la DANA.

Primero, por no ver venir el atentado a pesar de que la explosión de Alcanar debió ponerles sobre aviso, incluso si a los Mossos no les hubiera avisado antes la CIA de que Barcelona era diana preferente del terrorismo yihadista. ¿Pero la CIA les avisó o no? Los periodistas que se han atrevido a sugerirlo han tenido muchos problemas. Yo por mi parte puedo decir que, tras escribir un libro entero sobre los servicios secretos estadounidenses y sus relaciones con España, no tengo dudas de que la CIA llevaba muchos años pendiente de nuestro país en este sentido. Por eso la inteligencia americana no quiso volar todos sus puentes con la española ni en los peores momentos de agrietamiento de las relaciones bilaterales, cuando Zapatero. Yo he visto y usado para mi libro papeles donde los expertos antiterroristas en USA señalaban directamente Barcelona como un posible hub del terrorismo islámico y aconsejaban comunicarse directamente con la policía autonómica para no tener sustos.

Es el tipo de cosas que los que han promovido la "investigación" en el Congreso no quieren oír. Aunque se fueron servidos con la respuesta del exdirector del CNI, Félix Sanz Roldán. Cuando le preguntaron precisamente esto, si le constaba que la CIA avisó a los Mossos, su respuesta fue que no podía dar respuesta, porque por ley está obligado a guardar silencio sobre todas sus comunicaciones con servicios secretos extranjeros. "Pero me quedo con muchas ganas de contestar", advirtió. A buen entendedor. Como también se le entendía todo cuando pronunció esta frase aplastante: "¿Pero de verdad ustedes se creen que el CNI, pudiendo evitar un atentado terrorista en España, no lo habría hecho?".

Hay que tener muchísima mala fe para pensar lo contrario y decirlo en voz alta. No digamos si los que así lo pretenden son los mismos que primero se "comieron" el atentado, luego no dejaron vivo a ninguno de sus autores —con lo cual ni se les pudo interrogar ni llevar a juicio, y por eso muchas víctimas no han podido cobrar indemnización—, y más tarde jugaron al "dejadme solo", sin querer coordinarse con otros cuerpos y fuerzas de seguridad, porque la idea era jugar a que la policía catalana era una "estructura de Estado" autosuficiente. Que no lo fue. Y así se intentaron tapar tanto sus vergüenzas como sus desvergüenzas montándole primero escraches al Rey y luego al CNI. Se han visto pocas cosas más rastreras que esta.

Pues precisamente mientras Ellakuría, Planas y Espada debatían sobre si Puigdemont es o no es una pantalla superada, el interesado se superaba a sí mismo en todas las pantallas posibles, tuiteando como un poseso conspiranoico que para la España negra (Félix Sanz, usted y yo, entre otros) "todo vale" para destruir la Cataluña blanca (la de Puigdemont y otros seres de luz). Atentados terroristas incluidos.

Cometeríamos un error no dando la importancia debida a que un expresidente de la Generalitat, por poco convincente que haya resultado nunca en ese rol, enarbole públicamente semejantes barbaridades. Ahora que imputan a casi todo el mundo por cualquier cosa, sorprende que estas bajezas pasen relativamente desapercibidas. Porque además dan la medida de un "sentimiento" —en la fina percepción de Iñaki Ellakuría— que se parece más al odio que a ninguna otra cosa. Se puede incluso querer la separación de Cataluña de España sin odiar al resto de españoles así. Se puede, pero hay quien no quiere.

Hablando de sentimientos, Pablo Planas apuntó al final del debate otra cosa que pasa peligrosamente desapercibida: y es que en todas las memorias, diarios y crónicas crepusculares de Puigdemont, Torra y otros artífices del procés, el tenaz y repetitivo marco mental es el de ellos contra España, entendida, pues eso, como Estado represor, cuando no directamente asesino. Ni una palabra sobre el millón largo de catalanes que el 8 de octubre de 2017, el mismo año de los atentados, salieron a la calle para protestar. La otra Cataluña, la que siempre ha querido hacer las cosas de otra manera, no existe, no existimos para esta gente. A lo mejor les tendrá que llamar la CIA para pasarles el soplo.

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