Por qué morirías tú
Resulta que existen causas grandiosas que merecen vidas, por supuesto, pero no cualquier tipo de vidas: las de los ucranianos no.
Hay una anécdota que conocí hace poco y que no se me va de la cabeza —las anécdotas ajenas son como los chicles: hace falta mascarlas hasta aburrirte no para quedarte con todo su sabor, sino para prestarles el de tu propia boca y después poder pegarlas tranquilamente como si fueran extensiones tuyas en los recovecos de debajo de cualquier conversación—. La anécdota en cuestión tiene como protagonistas a dos parejas de ancianos. Una de ellas era la abuela de quien me la contó y el meollo del asunto recorría el día en que aquella relación de amistad entre matrimonios se rompió, al rato de haber sufrido un atraco juntos. Al parecer, los cuatro habían salido a cenar como hacían a menudo, los dos hombres acababan de subirse en la parte de atrás del coche compartido, que iba encabezado por las esposas, cuando de repente una navaja se coló por la ventanilla de la mujer que iba al volante y le exigió todo lo que tuviese encima. "No vamos a quedar con ellos nunca más", le explicó después la copiloto a su nieto. Y el motivo nada tuvo que ver con la razonabilísima superstición de que sus examigos atrajesen a los maleantes, como en un primer momento pensé yo, sino en que "su marido no la defendió". Personalmente, me resulta muy difícil imaginar qué hubiera podido hacer aquel señor de 80 años recién abandonado en las profundidades del asiento trasero de un Opel Corsa de tres puertas, pero la abuela de mi interlocutor no daba su brazo a torcer: "Hay momentos en los que morir es necesario".
A mí ese fundamentalismo moral me sonó algo familiar. Así que estuve varios días tratando de rescatar de mi cerebro con un palillo los restos de otro razonamiento ajeno que tuve que mascar hace algún tiempo. Ha sido una sorpresa reconocer en él la autoría de no pocos repentinos pacifistas, antaño azote de liberalios como yo, que exigen de repente el fin de la guerra de Ucrania a cualquier coste —que el coste sea el que mejor convenga a Trump, es decir, a Putin, es tan sólo una casualidad—, porque resulta que existen causas grandiosas que merecen vidas, por supuesto, pero no cualquier tipo de vidas: las de los ucranianos no.
Ha sido una sorpresa, digo, porque las críticas más solventes que estos nuevos pacifistas realizaban hasta hace nada contra los liberalios como yo estaban cargadas de razones. Eran críticas de orden moral, tan tajantes y tan lúcidas como las de la abuela de la anécdota, que les llevaban a renegar de ciertas voces por su tendencia suave a vaciar su andamiaje de valores hasta el punto de terminar quedándose sin una casa ética que defender, sin una patria a la que amar, sin unos principios sólidos por los que morir.
Hoy, con Trump, repiten que hay que detener "la trituradora de carne" en la que se ha convertido Ucrania, porque Ucrania no tiene ninguna opción de vencer. Pero no le exigen detenerla al invasor, un dictador ruso que amenaza los valores por los que supuestamente ellos morirían hace años aunque los liberales no. Tampoco le exigen coherencia férrea al bloque occidental, una coherencia mucho más autoexigente, si cabe, ahora que Estados Unidos se ha colocado en la cabeza de la traición y ha dejado a Europa sola con su patético titubeo existencial. No piden arriesgar cuantos esfuerzos sean necesarios —muchos más de lo que se han arriesgado hasta el momento— para mantenerse firmes frente a la infame amenaza exterior. Al contrario, lo que le trasladan a los ucranianos es que ellos no merecen morir por esa causa que supuestamente todos compartíamos. A ellos la única alternativa que debe quedarles es la sumisión.
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