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El bisturí liberal contra la motosierra libertaria

El impulso de Trump tiene su lógica, sin duda, pero es el equivalente a matar moscas a cañonazos.

El impulso de Trump tiene su lógica, sin duda, pero es el equivalente a matar moscas a cañonazos.
El presidente de EEUU, Donald Trump. | Europa Press

Hay dos formas de enfrentarse a un fofo monstruo burocrático como el Departamento de Educación (DE) de Estados Unidos: con el bisturí liberal o con la motosierra libertaria manejada por Trump al estilo de Leatherface, el brutal psicópata de La matanza de Texas. Ha firmado una orden ejecutiva para desmantelar esa hidra de miles de millones de dólares del DE que lleva décadas engullendo impuestos y escupiendo mediocridad. Pero, como en toda película de serie B, el villano no muere tan fácilmente, y el héroe —o antihéroe— termina ensangrentado, con las vísceras de los inocentes salpicando el suelo. ¿Era necesario tanto gore?

El DE, criatura nacida en 1979 con Jimmy Carter, nunca fue un faro de excelencia, pero ponía parches necesarios: Título I para estudiantes pobres, IDEA para discapacitados, préstamos estudiantiles para universitarios endeudados hasta las cejas. Funciones justas, sí, pero ejecutadas con la gracia y la ineficacia de un elefante en una cristalería. Pero lo peor es el veneno ideológico de la época de Obama inoculado como adoctrinamiento en lugar de educación: el DEI (programa de discriminación positiva y cuotas para parásitos que convierten su raza y su orientación sexual en un privilegio espurio), la Teoría Crítica de la Raza (TCR; racismo de negros e hispanos frente a blancos, judíos y asiáticos), guías de "equidad" (una batalla de la mediocridad contra el mérito y la excelencia, con filósofos como Michael Sandel justificando las conjuras de necios) que convierten las aulas públicas en campos de reeducación progre. Un Frankenstein educativo que mezcla buenas intenciones de igualdad de oportunidades con adoctrinamiento woke. ¿Quién no querría matar a semejante Big Brother, monstruo burocrático e ideológico?

Trump, con su instinto de estrella televisiva en programas sensacionalistas, vio la oportunidad. Prometió en campaña decapitar al monstruo, y sus bases —esos estadounidenses hartos de que Hollywood y Netflix les tomen por tontos y les pretendan vender una burra como si fuese una jirafa— aplaudieron como si fuera el clímax de Rambo contra el vietcong. Pero aquí está el problema: en lugar de empuñar el bisturí de un cirujano liberal, ese que corta el tumor sin dañar los órganos sanos, Trump, junto al indescriptible Musk, sacó la motosierra libertaria y empezó a destrozarlo todo, arrojando al bebé por el desagüe junto al agua sucia. ¿Resultado? El tumor woke está herido, sí, pero los estudiantes vulnerables —los pobres, los discapacitados— tiemblan en la sala de espera, sin saber si habrá fondos para sus escuelas o sus sillas de ruedas.

Imaginemos por un momento que Trump hubiera leído a John Locke en lugar de a Tucker Carlson. El filósofo inglés, padre del liberalismo, nos enseñó que el Estado debe ser mínimo pero eficaz: proteger derechos, no fabricar ideologías ni asfixiar a los ciudadanos con burocracia. Un bisturí liberal habría diseccionado el Departamento con elegancia: mantener el Título I e IDEA que sostienen a los más vulnerables, transferir los préstamos estudiantiles a Economía, y, eso sí, extirpar el cáncer DEI/TCR sin titubear. ¿Qué cuesta eso? Un fondo de transición de 15 mil millones, un par de leyes claras, y un supervisor que no sea un comisario político ni un iluminado tecnológico.

Pero no. Trump prefirió el espectáculo atroz y sanguinolento: motosierra en alto, sangre a borbotones, y que los estados recojan los pedazos. Lo que empezó como La matanza de Texas se ha transformado en Terrifier 3 con Apocalipsis zombi amenazando en el horizonte.

El impulso de Trump tiene su lógica, sin duda, pero es el equivalente a matar moscas a cañonazos. La educación en EE. UU. no mejora con más burócratas en Washington, y el control de cada Estado es más cercano al pueblo, como quería Tocqueville, defensor del federalismo. Pero el libertarismo de motosierra, ese que abraza el caos en nombre de la destrucción creadora y confunde la libertad con la licencia para matar, olvida que no todos los estados son California o Texas. En Misisipi y otros estados no tan ricos, dejar a los vulnerables sin red de seguridad es como tirar a un náufrago al mar sin chaleco mientras le gritas que si no es capaz de nadar es que es un "loser". El liberalismo de bisturí, en cambio, sabe que la libertad no es solo cortar la gangrena, sino coser bien las heridas y proveer de ortopedias cómodas y bonitas a los amputados.

Y luego está la minucia constitucional del paso de la orden ejecutiva por el Congreso. Trump necesita 60 votos en el Senado para enterrar al Departamento, y los demócratas, con sus sindicatos y sus lágrimas por la "equidad", no cederán. Así que la motosierra se queda a medio camino: un Departamento herido, sangrando personal y fondos, pero no muerto. Un zombi educativo que ni sirve ni desaparece, mientras los alumnos pobres miran desde las gradas, preguntándose si el próximo recorte les quitará el autobús escolar.

Trump pudo haber sido un mentor-cirujano liberal, un Mel Gibson en El hombre sin rostro, guiando a los estudiantes fuera del dogma woke sin sacrificar a los necesitados del apoyo estatal para desarrollar todo su potencial. Pero eligió ser el protagonista de El bueno, el feo y el malo, el villano que arrasa todo y deja un reguero de caos, secundado por Elon Musk y JD Vance. Solo que aquí no hay ningún bueno y la película debe redenominarse El feo, el malo y el peor. La motosierra hace ruido, sí, pero el bisturí, en silencio, sana, cura y potencia. En este western educativo, el sheriff de la Casa Blanca sigue disparando al aire sin ton ni son y los damnificados tienen que pagar hasta las balas.

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