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Batallitas comerciales

Lo mejor que podrían hacer nuestros amados gobernantes, tanto los españoles como los europeos, es jugar fuerte y no flojo

Lo mejor que podrían hacer nuestros amados gobernantes, tanto los españoles como los europeos, es jugar fuerte y no flojo
Donald Trump. | EFE

Viví en Nueva York entre los años 2005 y 2011. Fueron años muy instructivos en todos los sentidos. También en el comercial. Aprendí varias cosas en las que pienso mucho estos días, y que me gustaría compartir con todos ustedes.

La primera que me viene a la mente tiene que ver con el jamón, jamón. Es decir: el nuestro. El de toda la vida. Bueno, pues cuando llegué a Estados Unidos, prácticamente no se encontraba. Millones de americanos nacían, vivían y morían convencidos de que a lo máximo que podían aspirar era al prosciutto. Primer dato alarmante y relevante: la comunidad italoamericana se lo ha montado comercialmente mucho mejor que la hispanoamericana. Tanto es así que el aceite de oliva italiano tenía infinito más prestigio que el español. Peor aún: te encontrabas aceites con etiquetas que ponía, vamos a suponer, Oglio Cosa Nostra, pero si te leías la letra pequeña resulta… ¡que la botella era italiana, pero el aceite era de Jaén! ¡Aceituneros altivos, cómo es posible!

Descartada la teoría de la conspiración y de la guerra de bandas mafiosas, forzoso y triste era admitir que, a poco que los vendedores hubieran estudiado marketing, estaba claro que el made in Italy resultaba más apetecible para el consumidor americano medio que el made in Spain. Y que a algún italiano listo le había sobrado la ambición para exportar a América lo que el de Jaén le faltaba, y por eso se conformaba con exportar a Nápoles.

Otro tanto, a otra escala, sucedía con el vino. Los americanos ya se sabe que tienen una relación complicada con el alcohol. Todavía a día de hoy, el vino no se vende en supermercados, sino en enotecas (cool) o licorerías (más cutre), y no se puede llevar una botella a la vista por la calle. Por eso te la meten en discretas bolsas de papel de estraza. Ah, tampoco es raro ir a un restaurante y tener que llevarte tu propio vino, porque ellos no tienen licencia para vender.

Para el americano medio, el alcohol es un vicio perverso o es un lujo. El vino suele entrar en esta última categoría y por eso, cuanto más caro, mejor. Los vinos franceses estaban cuando yo llegué infinitamente mejor considerados que los nuestros, en parte por el glamour que los franceses tienen y nosotros parece que menos (ya vamos 0-2) y en parte, precisamente, por lo que cuesta. La inmejorable calidad relación-precio de muchos vinos españoles se les volvía en contra en Estados Unidos, a pesar de los denodados esfuerzos de varias denominaciones de origen nuestras por dar sus caldos a conocer, y de la encomiable complicidad de algún sumiller, americano pero con dos dedos de frente. Y de taninos. De todos modos, tendías a quedarte con la frustrante impresión de que el vino español se comercializaría mejor si se ofreciera para acompañar fajitas y burritos. ¿He mencionado ya que hay sitios que, para identificar que algo está en lengua española, no ponen nuestra bandera, sino la mexicana?

Pero a veces vale más maña que fuerza, y la fortuna premia no sólo a los audaces. También a los ingeniosos. Algunos productores de vinos españoles de gama alta (Priorat, Monsant, los Ribera de Duero más estratosféricos…) supieron hacer de la necesidad virtud y apuntar sus cañones a ese enorme mercado ávido de pagar muy caras ciertas cosas. Empezaron a verse nombres familiares en las cartas de vinos de los restaurantes de Manhattan. Calorcillo en el corazón.

Pero hablábamos del jamón. Cuando yo llegué, eran los tiempos de la "valija diplomática"; es decir, que todos los nuestros que vivían allí y querían quitarse el pelo de la dehesa y zamparse un buen jamón ibérico, lo llevaban en la maleta, o se lo hacían mandar, envasado al vacío y camuflado con hermético papel burbuja. Se dice que hasta el actual rey Felipe VI recurrió a este contrabando de autor cuando estudiaba en Georgetown. Todo el mundo te decía, y tú te lo creías, que el jamón, jamón, tenía vetada la entrada en Estados Unidos. Que aquello no se podía vender allí de ninguna manera.

Resulta que esto no era del todo verdad. Venderse, si se habría podido y se podía. Otra cosa eran los requisitos sanitarios y de todo tipo exigidos. Pocos o ningún productor español se animaba a cumplirlos. ¿Para qué, si ya les bastaba con lo que tenían? Esa es la mentalidad triunfadora, ya saben. Que inventen ellos. Hasta que a uno más lanzado que al resto se le ocurrió sumar dos y dos y llegar hasta los cerca de 340 millones de personas que viven en los Estados Unidos de América. No hace falta haber ido al IESE para darse cuenta de que era y es un mercado enorme. En fin, que el tipo se fajó, cumplió con los requisitos y lo logró. Logró vender allí su jamón serrano. Recuerdo mi emoción el día que fue a un distinguido supermercado, de esos que parecen un club del gourmet con alerones, y lo compré. Adquirí doscientos gramos. A precio de oro. Tanto es así que la dependienta me miró nerviosa, llamó a su supervisor, este a un señor de seguridad, y al final me informaron entre todos de que, para mayor comodidad mía, "la mercancía" me estaría esperando en la caja, cuando saliera. No fuera a ser que cargar 200 gramos de jamón arriba y abajo me provocara, no sé, una hernia. Creo que es lo más cerca que me he sentido nunca de Audrey Hepburn cuando mira el escaparate de Tiffany’s en Desayuno con diamantes.

A ver, no es que el prosciutto fuera destronado de un día para otro. Pero la moraleja de esta historia es que el que la sigue, la consigue. No nos dejemos desanimar por lo que ocurre ni reaccionemos a ello con mentalidad de perdedores. Con aranceles y todo, el mercado americano es bestial y tiene una gama alta, de hiperconsumo, muy tentadora.

Sinceramente creo que lo mejor que podrían hacer nuestros amados gobernantes, tanto los españoles como los europeos, es jugar fuerte y no flojo. Apostar por un salto mayúsculo de nuestra competitividad y calidad más que por sopitas, ayuditas y subvenciones. Está bien sisar unos cuantos milloncejos de aquí y de allá para ayudar a parar el golpe. Pero visto el mundo que se nos está quedando, lo que necesitamos de verdad son pioneros. Conquistadores. De América y de todo lo que se nos ponga por delante.

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