
Desde la Segunda Guerra Mundial hemos vivido en un régimen de seguridad colectiva. No es la primera vez. En 1815 se inauguró uno parecido en el que las grandes potencias se comprometieron a velar por la paz europea. La guerra de Crimea (1853-1856) acabó con el invento y se volvió al equilibrio de poder que rigió desde la paz de Westfalia (1648). Éste, con todos sus defectos, logró limitar los enfrentamientos hasta que en 1914 el continente se hundió en una nueva guerra general.
Al terminar la Primera Guerra Mundial, otra vez se intentó instaurar un sistema de seguridad colectiva en el que el árbitro no serían los Congresos, sino la Sociedad de Naciones. La institución fracasó por el abandono de su inventor, los Estados Unidos. Tras la Segunda Guerra Mundial, nuevamente se quiso implantar un sistema parecido con la ONU y, esta vez sí, el respaldo inequívoco de los Estados Unidos. Este orden no impidió las contiendas regionales, pero evitó una guerra general gracias también a la bomba atómica.
Sin embargo, Trump está decidido a dar al traste con el mecanismo y volver al equilibrio de poder. En él, como en el siglo XVIII, es perfectamente natural el reparto de provincias y países y el otorgamiento de compensaciones por el engrandecimiento de los otros. En él, la esperanza de los pequeños de sobrevivir al apetito de los grandes es una alianza lo suficientemente poderosa como para disuadir al fuerte de intentar la conquista de todo el continente. Con Trump, se tolera que Putin se quede con parte de Ucrania como se consintió que Prusia, Austria y Rusia se repartieran Polonia durante la segunda mitad del XVIII. Se le da a Estados Unidos la explotación de los recursos mineros de lo que quede de Ucrania para contrarrestar el incremento territorial ruso, como Austria-Hungría fue acallada en el Congreso de Berlín de 1878 dándole la administración y explotación de Bosnia-Herzegovina, no obstante ser de soberanía turca, para compensar las adquisiciones rusas tras la guerra ruso-turca de 1877-1878. En esas Europas bajo el equilibrio de poder, hubo siempre una potencia más poderosa que quiso dominar el continente. Lo intentaron Francia, Rusia y Alemania. En todas esas ocasiones, Gran Bretaña se puso del lado de los débiles para evitar que nadie sometiera a Europa y amenazara desde ella su superioridad naval.
Ahora, Estados Unidos se niega a hacer ese papel, de forma que tendremos que ser los pequeños Estados europeos los que unidos nos enfrentemos a las ambiciones expansionistas de Rusia. Y no sólo, sino que sin poder contar ya con las armas nucleares norteamericanas y siendo tan pocas las francesas y británicas, tendremos que hacernos con miles de ellas para disuadir a Putin de atacarnos con las suyas. De forma que no bastará el kit de supervivencia ni el rearmarnos bajo los eufemismos que quiera inventar Sánchez. Ni siquiera será suficiente que volvamos a abrir las centrales nucleares. Necesitamos bombas atómicas. Y muchas. Y así quizá consigamos evitar la guerra con Rusia. Y si de todas formas la libramos poseyendo al menos tantas armas nucleares como él, tendremos una probabilidad razonable de ganarla. De otro modo, no podremos evitar la guerra y además la perderemos. Como está a punto de pasarle a Ucrania. Es lo que hay.
