¿Políticos decidiendo quién es periodista?
Es que es algo absolutamente insólito, al menos en una democracia. Nauseabundo, vomitivo, dictatorial.
Si el acceso a la profesión periodística dependiese de mis gustos personales muchas de las caras habituales en las tertulias y no pocas de las firmas destacadas de los periódicos estarían dedicándose a otras cosas. No sé, el macramé o la cría de grillos, se me ocurre.
Por ejemplo, los periodistas arrastrados de la televisión pública, extraordinariamente bien pagados por su labor desinformativo-felatoria al Gobierno, siempre al dictado de la última consigna lanzada desde Moncloa o Ferraz, siempre dispuestos a otra bajeza.
O los que nos explicaban sesudamente o con simpatía y naturalidad –¿te acuerdas Lorenzo Milá?– que no pasaba nada con el coronavirus, que no había que prever medida alguna y que si tomabas alguna precaución es que eras un facha.
Tampoco tendrían mucho futuro en esta profesión los antisemitas que se camuflan de antiisraelíes, que te dicen que ser antisionista no es ser antisemita, que hablan de genocidio y que llaman "resistencia" a matar niños y ancianos y violar mujeres.
Los que siguen preguntando al gobierno tras todos y cada uno de los Consejos de Ministros, a pesar de que saben que hay compañeros que no tienen ese privilegio desde hace casi dos años; los que decidieron que el titular del 11S tenía que hablar de las represalias de Bush; los que encontraron terroristas suicidas el 11M; o los que publicaron –¡en portada!– una foto de un Chávez que no era Chávez.
Y tampoco me gustan, ya para terminar porque me podía pasar aquí una decena de folios, los que acosan a un político o a otro periodista por la calle, le esperan a la puerta de su casa, le siguen cuando es obvio que no va a responder a nada y le meten un micrófono en la cara como si le fuesen a hacer un lavado nasal. No, no me gustan nada.
Sin embargo, ni se me ocurre pensar que cualquiera de estos colegas –por llamarles de alguna manera– deba ser expulsado de la profesión o de un espacio público en el que ejercerla. Y, desde luego, si alguien NO debe tomar esa decisión son los políticos.
Es que es algo absolutamente insólito, al menos en una democracia: ¡políticos decidiendo quién puede ser periodista! Nauseabundo, vomitivo, dictatorial.
Nos guste mucho, poco o nada su estilo de ejercer esta profesión, estemos de acuerdo o en contra de sus ideas, pensemos que han mentido más o menos veces, el único que tiene derecho a decidir quién es o quién deja de ser periodista es el público soberano con su apoyo o su rechazo a los medios o las plataformas en las que trabaje.
Somos los periodistas los que fiscalizamos la acción de los políticos y no al revés, el único derecho que tienen ellos es a responder a nuestras preguntas si están hechas en los espacios creados a tal propósito, como las salas de prensa del Congreso, o a callarse si se las hacen en otro ámbito. Lo que se pretende ahora no es mejorar el periodismo –de hecho, sacarles a las calles a montar sus shows es exactamente eso: facilitar el mamarrachismo de las preguntas y la presión callejera– lo que se pretende es sentar el precedente de que los políticos decidan quién puede ejercerlo y quién no.
Y si no vemos el peligro que tiene eso es que estamos peor que ciegos.
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