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¿España es intrínsecamente corrupta? 10 medidas

Si el principio democrático pesa más que el liberal, las mayorías no encuentran límites para legislar a su antojo, perpetuando un sistema donde la corrupción no solo es posible, sino casi inevitable.

Si el principio democrático pesa más que el liberal, las mayorías no encuentran límites para legislar a su antojo, perpetuando un sistema donde la corrupción no solo es posible, sino casi inevitable.
María Chivite, junto a Pedro Sánchez y Santos Cerdán, en una imagen de archivo | Europa Press

No deja de asombrar la resignación con la que la sociedad española convive con la corrupción. En cualquier país con un mínimo de exigencia cívica, la plana mayor de la partidocracia, del PSOE al PP pasando por Junts y ERC, serían relegados al ostracismo social, no elevados a tribunas donde dispensan lecciones de ética. Algunos hasta son presentados como un dechado de humor. Maldita la gracia.

Aunque más que de resignación habría que hablar de indignación selectiva, ya que a los de cada bando solo parece escandalizar la corrupción de los de la acera de enfrente. En una viñeta de Tom Gauld vemos a dos poblados exactamente idénticos, solo que para los de una orilla es "nuestro glorioso líder", "nuestra fantástica religión", "nuestra noble población" y "nuestros heroicos aventureros" se transforma en la otra orilla en "su malvado déspota", "su primitiva superstición", "sus salvajes atrasados" y sus "brutales invasores". Ahora toca la corrupción socialista (bueno, ¿cuándo no toca la corrupción socialista?), pero incluso en estos momentos de esplendor en la basura de la banda de Sánchez, hay tertulianos nostálgicos de la hoz y el martillo que creen que su corrupción huele mejor por aquello de la superioridad moral de la que presumen para hacer cumplir el famoso refrán español.

El problema de la corrupción en España es doble, ético e institucional. Por mucho que se invoque a Kant en las aulas, el imperativo categórico resbala al español medio, que lo escucha con desdén. Mientras, el sistema institucional, más democrático que liberal, permite que las mayorías actúen sin frenos, saltándose la ley con facilidad y cayendo en las redes de plutócratas sin escrúpulos o espabilados del lumpen que usan la política como trampolín social. ¡Ah, el lucrativo baile de las puertas giratorias, donde los políticos de todos los partidos se ceden gentilmente el paso porque hay cabildeos y puestos para todos en consejos de administración!

Volvamos a la ética, en España una asignatura de segunda. La materia de Valores Éticos, impartida con desgana, se suele reducir a proyecciones de películas lacrimógenas cargadas de clichés "empáticos" y moralismos vacíos. Peor aún, el auge de "youtubers" e "influencers" propaga una inmoralidad tan banal como peligrosa, donde el éxito rápido y el postureo priman sobre la integridad.

Institucionalmente, el panorama no mejora: los partidos políticos son ascensores para quienes carecen de mérito académico o profesional, mientras los poderosos capturan a los políticos con facilidad con prebendas y canonjías. Si el principio democrático pesa más que el liberal, las mayorías no encuentran límites para legislar a su antojo, perpetuando un sistema donde la corrupción no solo es posible, sino casi inevitable.

Acabar con la corrupción sin sucumbir en el intento requiere un esfuerzo titánico, pero no imposible. Imaginemos un España que aprende de países como Suiza, Singapur o Estonia, donde la transparencia y la rendición de cuentas no son promesas vacías, sino pilares del sistema. Para empezar, deberíamos liberar al poder judicial de las servidumbres partidistas, inspirándonos nada más y nada menos que en la Atenas de Pericles, donde gran parte de los cargos se elegían por sorteo. De este modo, se debería combinar una méritocracia de jueces (experiencia, formación, trayectoria judicial, publicaciones, etc.) para posteriormente hacer la selección entre los que tuviesen un umbral de excelencia por sorteo puro y duro (como han propuesto para diferentes casos los filósofos Hélène Landemore y José Luis Moreno Pestaña). En España, el Consejo General del Poder Judicial está atrapado en un tira y afloja político que lo deslegitima, no solo por los partidos políticos sino también por las politizadas asociaciones de magistrados. Una justicia independiente sería el primer dique contra la impunidad. Y nada garantiza más la independencia que el azar.

La contratación pública –nido de escándalos como Gürtel, ERE en Andalucía o el 3% en Cataluña–, podría transformarse con una plataforma digital como la de Estonia, donde cada contrato, licitación y adjudicación se publica en tiempo real, accesible para todos. Los funcionarios que cumplan con estos estándares de transparencia podrían recibir bonificaciones, un incentivo para priorizar el bien común sobre el enriquecimiento personal. Pero no basta con transparentar: hay que proteger a quienes se atreven a alzar la voz. Una ley de denunciantes debería ofrecer tanto anonimato como recompensas económicas —como el 30% de los fondos recuperados— para quienes destapen corruptelas.

Una agencia anticorrupción independiente, al estilo de la Corrupt Practices Investigation Bureau de Singapur, sería otro pilar. Con presupuesto fijo y auditorías externas, esta entidad investigaría y procesaría sin temor a represalias políticas, a diferencia de nuestra Fiscalía Anticorrupción, lastrada por nombramientos políticos. Para desmantelar el clientelismo, tan arraigado en España, podríamos adoptar el modelo danés de selección profesional de altos cargos, rompiendo las redes de favores que hace que los militantes de los partidos opten a cargos públicos. La baja politización de la administración danesa, combinada con altos salarios y una cultura de transparencia, minimiza las redes de favores. La Danish Agency for Public Finance and Management supervisa la gestión de recursos humanos, asegurando la imparcialidad, la eficacia y la ética en la selección, a años luz de la política española, practicada por todos los partidos, de colocar a sus afines para que vegeten con cargo a los presupuestos.

La financiación de los partidos, talón de Aquiles tras casos como Flick, Bárcenas y quizás Cerdán, necesita una reforma al estilo sueco, con donaciones públicas, rastreables y auditadas. Sanciones duras para los infractores y beneficios fiscales para donaciones transparentes pondrían coto a la opacidad. La burocracia, otro caldo de cultivo para sobornos, podría modernizarse con la digitalización total de trámites, véase lo que denuncia el ingeniero-hacker Jaime Gómez-Obregón en X sobre lo terriblemente inoperante que es digitalmente la Administración pública española.

La batalla ética es igual de crucial. Finlandia nos enseña que una educación cívica sólida, enfocada en la transparencia, el deber y en hacer ver los costes de la corrupción, puede cambiar la cultura moral de un país. Se trata de celebrar más la ética de Cervantes y Gracián que la de Quevedo y el Lazarillo.

Estas reformas, inspiradas en lo mejor de las experiencias foráneas, no son utopías. Exigen, eso sí, voluntad política y un cambio cultural que rechace la indiferencia, la resignación y el síndrome de la tribu que caricaturizaba Tom Gauld. La corrupción no es solo un problema de leyes, sino de dignidad colectiva.

Es cierto que falta la alta confianza interpersonal, la meritocracia administrativa y unas costumbres fiscal que pasen tanto por la austeridad estatal como la responsabilidad ciudadana, pero por ello hay que subrayar la importancia de asignaturas como Valores Éticos y Filosofía para que se impartan seriamente, no como si fuesen "Marías" y clubes de cine éticamente barato.

Si no actuamos, moriremos como sociedad en el intento. Pero si lo hacemos, España podría dejar de ser el patio trasero de los golfos y convertirse en un modelo de integridad. La elección es nuestra. Como decía Julio Anguita, casi que da igual que un político sea de izquierdas o de derechas, lo que importa es si es un golfo u honesto. Digo yo que algún político honrado quedará en algún rincón de los partidos españoles mayoritarios. Claro que al lado de la tarea que le espera, lo de Hércules en los establos de Augías es como irse de vacaciones.

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