El sanchismo ha hecho imprescindible una reforma constitucional
Es la mejor herramienta para evitar que un populista pueda volver a colocarnos tan cerca de la tiranía
Las puertas de Roma han caído, Atila Sánchez ha entrado a lomos de su cordel Pumpido blandiendo la amnistía como ariete y en el sistema que conocemos nada nunca será igual.
Permítame el lector que me haya tomado esta pequeña licencia para ilustrar lo que se ha perpetrado esta semana con el Tribunal Constitucional convalidando la Ley de Amnistía: se han destrozado casi cincuenta años de doctrina jurídica y se han hecho añicos pilares democráticos básicos.
Sin embargo, hoy no me quiero detener en los argumentos por los que es una aberración jurídica —ya lo hice en esta casa tres semanas atrás—, sino en cómo podemos revertir este destrozo al Estado de Derecho y blindar al sistema para que un populista no pueda volver a llevarnos nunca tan cerca de la tiranía.
Después de una profunda reflexión, he llegado a la conclusión de que la fórmula más adecuada y que ofrecería mejores resultados sería la de la reforma constitucional. Hay tres áreas que considero imprescindibles modificar para blindar nuestras instituciones: prohibición expresa de la amnistía, la independencia de la Fiscalía y la forma de elección del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder General (CGPJ).
En primer lugar, para prohibir expresamente la amnistía habría que modificar el artículo 62.i. de la Constitución y, donde dice "que no podrá autorizar indultos generales", añadir "ni leyes de amnistía", suprimiendo así ese supuesto silencio constitucional que ha sido tan vilmente usado por Pumpido. Asimismo, habría que sumar una nueva disposición transitoria en la que se especifique que esta modificación deja sin efecto con carácter retroactivo cualquier amnistía aprobada postconstitucionalmente. De este modo, la Ley de Amnistía quedaría sin efecto y los condenados por el procés verían truncada su impunidad.
En segundo lugar, hay que desterrar el orden jerárquico de la Fiscalía para evitar que siga siendo la correa de transmisión del Gobierno. En concreto, en el artículo 124.2 de la Constitución hay dejar claro que el Ministerio Fiscal ejercerá sus funciones con autonomía funcional sin que prevalezca en ningún caso el princio de jerarquía. De igual manera, en el 124.4 se debe establecer que sea CGPJ y no el Gobierno el que elija al Fiscal General del Estado.
Por último, es fundamental despolitizar tanto al CGPJ como al Tribunal Constitucional modificando respectivamente los artículos 122 y 159 y especificando que sus integrantes serán elegidos por los operadores del Poder Judicial: jueces, fiscales, abogados y procuradores.
De este modo, el tercer poder del Estado quedaría imperturbable ante cualquier tipo de intervención política y podría actuar sobre toda arbitrariedad que sea perpetrada por el nuevo eventual líder mesiánico que surja.
Ahora bien, ¿cómo llevar a la práctica esta reforma? Lo primero que hemos de tener en cuenta es que ninguno de los artículos anteriormente mencionados están en las secciones especialmente protegidas que implican para su modificación de un procedimiento agravado.
El sistema de cambio ordinario—el cual por ejemplo se usó en 2011 para fijar el techo de deuda— está regulado en el artículo 167 y exige una mayoría de tres quintos en ambas cámaras para cualquier modificación constitucional o, en su defecto, una mayoría de dos tercios en el Congreso. Aquí habría dos caminos para alcanzar tal fin: o bien se hace con un pacto entre PP y Vox, o bien se realiza con un eventual PSOE postsanchista que quiera expiar sus pegados. Ahora bien, ¿qué tan factible sería cada escenario?
En el primer caso, lo que nos dicen las encuestas que han salido estos días es que el derrumbe de la izquierda sería de tal dimensión que la oposición tendría esa mayoría al alcance de su mano: serían necesarios doscientos diez diputados y algunos sondeos ya sitúan al PP y a Vox por encima de los doscientos. Si siguieran saliendo escándalos del Gobierno—y todo parece apuntar a que así será—, sería totalmente factible conseguirlo en la cámara baja. Por otro lado, en la actualidad, PP y Vox están a trece senadores de los tres quintos en el Senado, por lo que si se diese el derrumbe antes citado se conseguiría también en la cámara alta.
El problema que nos podemos encontrar es que, si lo solicitan al menos un 10% de senadores o diputados, se debe convocar un referéndum, pero no creo que Feijóo y Abascal tuvieran problemas para ganarlo en la calle.
En el segundo caso, parece imposible que ahora el PSOE quiera colaborar en nada, pero cuando Sánchez caiga no les quedará otra que hacerse los dolientes y renegar del sanchismo si no quieren desaparecer para siempre. Y el punto es que les irá la vida en ello: han destrozado tanto los contrapoderes democráticos, que si ahora la derecha se hace con el poder y replica sus prácticas tendrá tanto control del Estado que podría poner su supervivencia en juego.
La clave aquí será si la derecha consigue más de tres quintos en el Senado en las siguientes elecciones: a los cuatro vocales del Tribunal Constitucional elegidos por el Senado —entre los que se encuentran nuestro célebre Pumpido y la redomada sanchista María Luisa Balaguer— les caducan sus mandatos a principios del 2026 y, si la izquierda y los nacionalistas no logran conservar al menos 106 senadores, la derecha podría elegirlos a todos y, por tanto, el PSOE perdería el control del Tribunal Constitucional. Este quedaría bloqueado con seis magistrados conservadores y seis magistrados progresistas, pero no podría ser usado por el PSOE para un eventual boicot a un nuevo gobierno de Feijóo.
En cualquier caso, yo me inclino más por el primer escenario porque las circunstancias son tan excepcionales que han posibilitado que dos partidos realmente constitucionalistas estén en disposición de poder reformar nuestra ley de leyes y blindar nuestro Estado de Derecho.
La gran pregunta es si Alberto Núñez Feijóo tiene la voluntad de hacerlo y ha aprendido lo que ocurre cuando se laminan los contrapoderes, se maniata la separación de poderes y se pone a las instituciones en manos de espurios intereses partidistas. En Spiderman se decía que un gran poder implica una gran responsabilidad y, si las cosas siguen su curso lógico, muy probablemente será uno de los líderes con más poder de la historia de España: en su mano está usarlo para custodiar nuestra democracia o para repetir los errores de Rajoy y permitir que el mal pueda volver a emerger.
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