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Casi miró

Nos dijeron muchas veces que crecer es descubrir que se puede morir hasta quien debería ser imperecedero. No nos explicaron que envejecer es ir quedándose paulatinamente sin ángeles custodios.

Solía regar las pistas de tierra batida con una manguera larga que incrustaba en el grifo que descansaba entre ellas. A medio recorrido se detenía un segundo para escuchar el sigilo invisible de nuestros pasos y, de la nada, como un cazador de leones salido de un cuento de Hemingway, nos disparaba con el chorro de agua a los niños que le acechábamos desde detrás de los setos, siempre con ánimo de pillarle desprevenido, nunca capaces de hacerlo.

Sigo sin tener del todo claro cuántos partidos o clases debían darse cada día en el club, cuántos paseos se pegó en aquel universo de relato de Foster Wallace, pero hoy deduzco que los suficientes como para acompañar mil infancias que alegró sin saberlo.

Soportaba ese ir y venir del carajo bajo el sol con su ironía valenciana, entre la carcajada y la anécdota, como si su tez bronceada hubiese nacido para gobernar la cubierta de un barco hace siglos pero hubiese encontrado mejor acomodo detrás de la barra del Club Las Playetas de Castellón, entre Oropesa y Benicasim.

Era valencianista de bien, es decir, de los que todavía guardan un retrato de Mijatovic en un baúl junto a un juramento y una pistola con un disparo de venganza. En el verano de 2004, de resaca post-Benitez, se detuvo frente a la verja del campo de fútbol de detrás de la antigua Masía y se esperó al segundo exacto en que iba a lanzar un penalti para gritarme los tres fichajes chinos más recientes de aquel Madrid: "Xin Copa, Xin Liga y Xin Champions". Nunca he fallado un chut lanzado con mejor puntería a la cabeza de nadie.

Después volvía a sus quehaceres y, a base de repetirlos, por nuestros cuerpos pasaron los años sin que nos diésemos cuenta. De pronto éramos nosotros quienes huíamos de él, que nos perseguía sin saberlo por los pinares cercanos a las pistas de padel donde nos refugiábamos para crecer y fumar, mientras él rescataba las amarillas pelotas perdidas. "Casimiro casi miró, pero no nos vio", cantábamos recorriendo las vías del tren, de regreso a casa, sabiendo que nosotros sí que le veríamos siempre, cada uno de los veranos de la vida en que se resumió nuestra infancia.

Nos dijeron muchas veces que crecer es descubrir que se puede morir hasta quien debería ser imperecedero. No nos explicaron que envejecer es ir quedándose paulatinamente sin ángeles custodios. A los chavales que crecimos con él, Casimiro nos fue sirviendo nuestros primeros de todo, desde el primer Colajet hasta el primer whisky cola. Se hace raro pensar que no recitará también nuestro primer responso.

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