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El espanto como costumbre

Vivir sin miedo, esto es, con libertad, aunque limitada por el bien común, era y es el objetivo de las democracias.

Vivir sin miedo, esto es, con libertad, aunque limitada por el bien común, era y es el objetivo de las democracias.
Militares israelíes maniobran en la frontera de Gaza. | EFE

Qué lejos nos queda aquello de la democracia como una forma de gobierno y convivencia tales que si alguien llama a nuestra puerta a las seis de la mañana sólo puede ser el lechero. Deduciendo de manera natural de ese postulado atribuido a Winston Churchill hubo un tiempo, real o soñado, en que el miedo era todo lo contrario a la clase de concordia y armonía que el gobierno de una mayoría tolerante y una minoría opositora respetuosa con las reglas de juego, podían admitir.

Vivir sin miedo, esto es, con libertad, aunque limitada por el bien común, era y es el objetivo de las democracias. Ni los seguidores del partido, o partidos, del gobierno ni los de los partidos de la oposición, deberían sentir miedo por ninguna causa. Su derecho, y su deber, es vivir y actuar libremente en el marco de las instituciones, su uso legal y sus costumbres de ejercicio. El miedo sólo puede proceder del exterior de las fronteras, no de su interior.

Las sociedades tribales, esclavistas y feudales lograban eliminar el miedo, pero sólo a los miembros de la tribu, a los amos y a los señores. Dentro de cada tribu, de cada imperio esclavista o de los señoríos feudales, se limitaba el miedo a quienes no forman parte de la tribu, a los esclavos y a los siervos. Debían ser obedientes y asumir su destino en aquellas estructuras o sufrir las consecuencias. Y todos, poderosos y débiles, debían aceptar como posible el horror procedente de fuera, de enemigos implacables que hacían del terror y el espanto su mejor mensaje.

Pero el espanto, ese intenso miedo que produce la imaginación en torno a la posibilidad de un sufrimiento terrible, nunca ha desaparecido de ninguna sociedad, tampoco de las democráticas. Estuvo en su origen - ¿acaso no lo hubo en las revoluciones inglesas, en la francesa, en la americana o en todas las revoluciones más o menos liberales o comunistas – y sigue estando reducido o reprimido si se quiere, pero latente, entre nosotros.

Hay tres casos que me han sobrecogido esta semana. El feminismo auténtico tiene razón cuando considera espantosa la violencia contra las mujeres en una familia o en una sociedad. Pero igual de espantoso, e incluso moralmente tan horrible, es mentir, perjurar y engañar para condenar a un padre inocente. Cada vez se conocen más casos de manipulación de hijos e instituciones para perpetrar atentados contra hombres inocentes.

Todavía tiemblo al pensar en el padre de Tomás Ghisoni. Según ha confesado este joven argentino, su madre le indujo a creer que era un hombre peligroso y adoctrinado por falsos indicios y pruebas inexistentes, declaró contra él en juzgados y tribunales. Aquel hombre "perdió su trabajo, su nombre, su salud, su dignidad", cuenta ahora el hijo. Se ha descubierto la estrategia de una mujer para destrozar a un hombre usando a los hijos como medio de su odio o de su venganza o de su deseo de dañar.

El segundo de los casos es el del rehén israelita, secuestrado por Hamás, en su macroatentado terrorista del 7 de octubre, hace casi dos años. Lo hemos visto porque la propia propaganda de ese terrorismo nos ha hecho llegar las imágenes de un demacrado y famélico joven músico Evyatar David, de 24 años. Me ha recordado a Miguel Ángel Blanco, joven y músico además de concejal, que fue condenado a muerte por los caníbales de ETA.

En este caso, el condenado cava su propia tumba mientras sus asesinos culpan a todos, cómo no al gobierno de Israel, y a todo Occidente de su muerte futura. ETA hizo lo mismo. Culpó al gobierno democrático del Partido Popular y a la democracia española en su conjunto del crimen que cometieron. La razón, espantosa, fue la misma: No ceder a su chantaje porque ellos eran los señores de la muerte con su causa, superior, cómo no y a toda vida ajena, por bandera.

Un caso más, realmente espantoso. Ayer murió, seguramente como consecuencia de una paliza que recibió el sábado de barbarie de cuatro jóvenes, aún no se sabe quiénes, Fernando, de 65 años, que vivía en la calle Unión, en un banco, desde hacía tiempo porque su casa había sido okupada y no pudo recuperarla. Pasaba el tiempo leyendo libros y hablando con sus vecinos del barrio.

No serán los peores, pero son terribles. Hemos sabido de otros muchos espantos, de muchachas que han sido quemadas vivas o de mujeres prostituidas a la fuerza y esclavizadas por sus chulos, de palizas a ancianos, de crímenes racistas, de asesinatos impunes – ay, Marta del Castillo -, y de otras muchas infamias espantosas.

El espanto ha dejado de ser una extraña circunstancia y se está convirtiendo en una costumbre asumida como normal. Cada día avanza más entre nosotros. Pero, ¿que podemos esperar de una democracia que permite que su gobierno se alíe con los asesinos de ciudadanos indefensos y los siente en el Palacio de La Moncloa? El espanto aprende de la debilidad de quienes deben combatirlo y reducirlo. Es lo más lejano de la civilización, de cualquiera. Por eso, lo del lechero ya no es más que un cuento.

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