
No sé si debemos culpar de ello a la televisión, a las redes sociales, a la generalización de la posesión y el uso de las cámaras de fotografía y vídeo o si será un virus llegado del espacio exterior, como decía William S. Burroughs del lenguaje, pero uno de los fenómenos que más me llama la atención de la sociedad actual es la ausencia total de pudor.
Ya no hay cosas que no se deban hacer en público, o que no deban hacerse a determinada edad, ya no hay nada que no se pueda enseñar, nada de lo que no puedas –o incluso debas– estar orgulloso. Todo se puede vestir, da igual la circunstancia en la que nos encontremos, y no hay sentimiento que no deba lucirse en público da lo mismo si eres un futbolista, una empresaria o un ministro.
No me entiendan mal: no es que quiera una sociedad envarada de simulacros de seres humanos pasando por la vida como las maletas pasan por los aeropuertos, pero entre la Inglaterra victoriana y el despiporre de la segunda década del siglo XXI igual hay un término medio que es más razonable.
Porque si no, al final se nos acaba yendo la cabeza y no hay ningún resorte mental que nos frene, nada en nuestro cerebro que nos avise de que igual esa foto no es buena idea, que no tienes que mezclar una cosa con otra, chica, y que así será imposible que te tomen en serio.
Como ya se imaginará escribo todo esto al calor las imágenes que ha publicado Sarah Santaolalla, esa musa de la izquierda televisiva que pontifica más que León XIV. Por alguna extraña razón que no logro entender, decidió que la forma de defender a las víctimas del Covid –sólo a las que fallecieron en Madrid, por supuesto– era poniéndose una camiseta, maquillándose como Pedro Sánchez y posando más como una estrella de Only fans que como una compungida ciudadana.
Yo creo que el pudor es lo que te salva de esos ridículos, pero también hay que entender cuál es tu papel, de qué temas estás tratando, qué se puede mezclar con qué y cómo, cuándo tienes que aparecer monísima –o musculado, con la camisa desabrochada y barba de rey asirio, para que ustedes me entiendan– y cuándo no.
Y es que una parte enorme de la izquierda y una no pequeña de la derecha –en los partidos o los medios, valga la redundancia– parecen creer que todo es un teatro, que todo es parte de una escenificación y puede solucionarse con un posado. Pero la política o el periodismo son otra cosa. O al menos, ay, lo eran.

