Honor, gloria y doble nacionalidad
Duele este contraste entre la entrega de los de abajo, bomberos voluntarios incluidos, y la desidia y falta de previsión de muchos de los de arriba.
En estos días en que, según nuestro inefable ministro de Transportes y Movilidad Inaguantable (perdón, Sostenible), Óscar Puente, está todo tan "calentito", creo que todo es poco para rendir homenaje a Micea Spiridon, el mecánico rumano fallecido en el incendio de Tres Cantos cuando intentaba salvar de las llamas unos caballos que ni siquiera eran suyos. Eran de unos amigos. Cuando la cosa se puso fea, Micea Spiridon no se lo pensó dos veces. Le pidieron ayuda y dio toda la que tenía y más. Pagó su generosidad con la vida.
Duele este contraste entre la entrega de los de abajo, bomberos voluntarios incluidos, y la desidia y falta de previsión de muchos de los de arriba. Una y otra vez se repite la misma triste pauta: llega un incendio, o una DANA, o un apagón, y mientras la Administración se bloquea, ahogada en incompetencia y en burocracia, mientras los políticos se echan las culpas unos a otros sin asumir ninguna responsabilidad, el pueblo salva al pueblo, sí. Cursi pero cierto.
En este caso, el de Micea Spiridon –que ya perdió su propio taller de mecánico en otro incendio hace unos años, que deja viuda y dos hijos, y los vecinos están haciendo una colecta para ayudar a repatriar su cuerpo a Rumanía–, el contraste duele más porque nos obliga a revisar unas cuantas cosas que creemos tener clarísimas. Por ejemplo, quién se adapta a las "costumbres españolas" y es digno de vivir aquí.
No parece que las "costumbres españolas" sean un todo monolítico. Están las del ministro Puente y están las de la gente anónima que suple todas sus carencias. Micea Spiridon no era sólo uno de los nuestros. Era de los mejores de los nuestros. Un caballero español nacido en Rumanía. País con el que, por cierto, todavía no hemos firmado el convenio de doble nacionalidad prometido por otro ministro muy mejorable, José Luis Albares. La promesa es de hace dos años, pero aún no se ha cumplido.
Cuando yo era diputada de Ciudadanos en el Parlamento catalán, salía una vez de allí para irme a mi casa cuando vi a unos compañeros diputados de Vox tomándose un café en un bar cercano. Me invitaron a sentarme. Siempre tuvimos buena relación. Así sea porque yo soy de las que no cree en los cordones sanitarios…a la gente que no ha matado a nadie. ¿Se me entiende?
No hacer cordones sanitarios no implica estar de acuerdo en todo. Aquellos diputados de Vox, con los que compartía aprecio y respeto, quisieron preguntarme mi opinión – hace ya algunos añitos– sobre sus propios discursos respecto a la inmigración. "¿Tú crees que nos estamos pasando?", me preguntó el voxero con el que yo tenía más confianza. Sin dudar le contesté: "Pues sí, creo que os estáis pasando siete pueblos, una cosa es denunciar que la política migratoria es un desastre y que hay que ponerse serios con la inmigración irregular, otra muy distinta y, ya me perdonaréis, tirando a cafre, es criminalizar colectivos enteros".
Mis amigos voxeros defendieron su postura invocando el caso de un inmigrante irregular en Francia que había violado a una menor. "Esa violación sobraba", sentenciaron. Con razón. Pero yo contraargumenté: "Vale. Ahora imagínate que pasa lo contrario, que hay unos niños atrapados en una casa quemándose y va un inmigrante irregular y los rescata…¿qué dirás entonces?". Pensé que se enfadarían ante mi insolencia. Pues no. Uno de ellos golpeó la mesa y dijo: "¿Te puedes creer que eso ha pasado, también en Francia? Exactamente eso, unos niños en una casa en llamas, y va este irregular, trepa como un mono y los saca…¡qué tío!".
Bueno, pues la versión española de ese "qué tío" es el héroe rumano de Tres Cantos. En un mundo global ideal, tendría que ser posible quitarle la nacionalidad española a Óscar Puente y darle la doble nacionalidad a Micea Spiridon. Y a toda su familia. Ellos han puesto el honor y la gloria y nosotros deberíamos poner la gratitud. En las sociedades hiperconectadas, tendríamos que ir aprendiendo a hilar mucho más fino. A juzgar a la gente menos por de dónde viene y más por cómo vive aquí.
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