
En la historia de las ideologías políticas, hay figuras que, impulsadas por un idealismo radical, se aventuran en territorios conflictivos para defender causas que consideran justas. Malcolm Caldwell, un académico británico de izquierda, viajó a Camboya en 1978 para apoyar al régimen de los Jemeres Rojos liderado por Pol Pot, a quien idealizaba como un héroe revolucionario. Lo que encontró fue una distopía de muerte y opresión, lejos de la utopía socialista que había defendido desde su cómoda posición universitaria. Tras preguntar a Pol Pot en una reunión sobre problemas del paraíso socialista que estaba viendo, Caldwell fue hallado muerto esa noche, con una bala en el pecho. El régimen negó cualquier responsabilidad, alegando suicidio o un complot de la CIA. Su asesinato por parte de los Jemeres Rojos muestra los peligros de la idealización ciega basada en buenas intenciones, aspiraciones simplistas y la estúpida seguridad de estar en el lado correcto de la historia.
Actualmente, vemos un paralelo inquietante con Ada Colau, exalcaldesa de Barcelona y activista de izquierda, quien se ha embarcado en la Flotilla Global Sumud rumbo a Gaza. Esta expedición, la mayor hasta la fecha con más de 30 barcos y cientos de social justice warriors –incluyendo las habituales del posado activista Greta Thunberg y Susan Sarandon–, partió de Barcelona con el objetivo de «romper el bloqueo israelí y entregar ayuda humanitaria a la Franja de Gaza». Colau, conocida por su liderazgo en la extrema izquierda y su crítica al gobierno israelí, ha participado activamente en la campaña antisemita para realizar un boicot contra Israel, destacando el «compromiso histórico» de Barcelona con Palestina durante la ceremonia de despedida.
Colau no es nueva en este activismo antijudío. Desde su etapa como alcaldesa, además de promover el boicot a Israel, cortó lazos con Tel Aviv y condenó públicamente las acciones israelíes en Gaza, mientras que no ha dicho ni una palabra contra Hamás, la organización terrorista que aplaude estas iniciativas. En posts en X, Colau ha expresado solidaridad con los palestinos, como en 2018 cuando convocó un minuto de silencio por las víctimas de Gaza o en 2014 al exigir el fin de la «ocupación» y el boicot a Israel. Su activismo se enraíza en una visión falsamente progresista que ve en Palestina un símbolo de resistencia contra el imperialismo, similar a cómo Caldwell percibía a los Jemeres Rojos como liberadores contra el capitalismo occidental.
El paralelo con Caldwell nos muestra la sórdida realidad de la solidaridad de la izquierda occidental. Los palestinos tienen que sufrir a Hamás, Colau y Thumberg como los camboyanos tuvieron que padecer a los Jemeres Rojos, Chomsky y Caldwell. El académico escocés llegó a Camboya como un turista del idealismo, lleno de expectativas, basadas en propaganda y lecturas ideológicas, pero se topó con la brutal realidad: un régimen responsable de millones de muertes por hambruna, ejecuciones y trabajos forzados. En Gaza, controlada por Hamás desde 2007, Colau podría enfrentar una disonancia similar si la dejasen entrar. Una bisexual confesa como ella sería violada, torturada y asesinada en nombre de la sharía, a menos que la protegiesen los soldados del ejército de Israel, el único país en miles de kilómetros a la redonda donde las personas del colectivo LGTB no temen por su orientación sexual. Aunque su misión es presuntamente humanitaria –entregar toneladas de ayuda desde Génova y otros puertos–, el territorio es un polvorín de violencia, donde Hamás usa civiles como escudos, desvia ayuda y perpetua un ciclo de violencia contra los judíos, los propios palestinos y, si se acerca, la flotilla de fans de Imagine de John Lennon. Si la flotilla rompiese el bloqueo, Colau podría presenciar las dinámicas internas de un gobierno islamista que reprime disidencias, ejecuta opositores y prioriza la yihad sobre el bienestar civil.
El viaje de Colau evoca el de Caldwell: ambos, desde posiciones privilegiadas en Occidente, defienden regímenes o causas perversas desde el delirio buenista y el odio a las sociedades abiertas liberales. Caldwell confrontó a Pol Pot por discrepancias ideológicas y pagó con su vida; ¿se desilusionará Colau ante la complejidad de Gaza, donde el victimismo palestino coexiste con el autoritarismo de Hamás? O, peor aún, ¿tendría Colau al menos la honestidad de Caldwell y sería capaz de recriminar a los líderes fundamentalistas islámicos la violencia que ejercen contra su propio pueblo, el auténtico genocidio palestino, sobre todo mujeres y homosexuales?
Los héroes ideológicos a menudo no resisten el escrutinio de la realidad. Caldwell murió por cuestionar a su ídolo; Colau y su flotilla nos recuerdan que la solidaridad genuina requiere no solo pasión, sino un análisis crítico de todas las partes involucradas. En un mundo maniqueo, aventuras como estas pueden resultar tan inspiradoras como perjudiciales (y para algunos de sus miembros, muy beneficiosas en términos de propaganda y monetización), pero también nos advierten sobre los peligros de la fe ciega en narrativas unidimensionales. Gaza en 2025, como Camboya en 1978, es un recordatorio de que la utopía soñada desde lejos puede convertirse en una pesadilla real.
