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Luis Herrero Goldáraz

Ríete tú

Si la vida ha demostrado que de portero de prostíbulos puedes acabar engrasando operaciones clandestinas en ministerios, como para no tener cuidado la próxima vez que escuche un chiste de quien me paga el sueldo

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez durante la sesión de control al gobierno celebrada este miércoles en el Congreso. | EFE

¿Quién no le ha reírme falsamente una broma a su jefe? Hace años, cuando era ingenuo e idealista, una forma como otra cualquiera de decir que me creía mejor de lo que soy, yo observaba brevemente esos arranques de lameculismo ajeno y apartaba la mirada, por vergüenza. Me asaltaban prejuicios que, rápidamente, convertía en juicios y en sentencias contra los pobres infelices a los que veía hacerlo. Desarrollaba perfiles psicológicos sesudísimos al respecto, como de chat de adolescentes despechadas. Todo para poder mirarlos por encima del hombro mientras construía cadalsos imaginarios en los que ajusticiarlos. En el fondo sentía lástima por ellos, una forma como otra cualquiera de decir superioridad moral. Así que terminaba perdonándolos, en fin, igual que le perdona un activista su existencia a Amancio Ortega, me supongo: embarcándome de lleno en otras flotillas más inaplazables. No sé. Reírme de faltas de ortografía en Twitter, o explicarle a mis citas que se dice Netanyáu, no Netanyaju.

Aún tenía que verme en la situación de meterme en un corrillo de compañeros muy sonrientes —sonrientes en plan extraño, con una de esas sonrisas que lo mismo sirven para venderte un coche que para acompañar a Alicia por el país de las Maravillas—. Y notar cómo mi cuerpo entero, mis brazos y mis piernas comenzaban a imitar al resto por su cuenta. Se recolocaban convenientemente para demostrarle máxima atención al líder. Y mi cuello a pendular de arriba a abajo, de abajo a arriba. Asintiendo, sin entender por qué, sus ocurrencias.

Antes, hace no tanto, me era imposible presenciar el éxtasis simiesco de los diputados socialistas ante los arranques de matón cómico de Pedro Sánchez. Habría gastado horas en tratar de comprender qué puede llevar a una persona a humillarse así, a competir de forma tan obscena por servir más sólidamente de pedestal-felpudo para el ego del presidente. Me habría preguntado, también, cómo es posible que alguien valore a subordinados como esos, menos sutiles que un pago con chistorras. Y habría terminado asumiendo que esas palmotadas como de adolescentes confundidos lo que pretenden no es tanto humillar a Feijóo —"ánimo, Alberto"— como humillarme a mí, tan español como el total de diputados que me representan.

Hoy digo, por salud, que la realidad es más retorcida. Nunca sabes hacia dónde querrá llevarte. Si la vida ha demostrado que de portero de prostíbulos puedes acabar engrasando operaciones clandestinas en ministerios, como para no tener cuidado la próxima vez que escuche un chiste de quien me paga el sueldo. Algo me dice que fue exactamente así como empezó María Jesús Montero.

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