Días que se fueron
Crecimos en barrios discretamente familiares, en casas que creíamos normales, y en realidad eran un fortín contra el ruido exterior.
Estaba el cielo en esplendor contenido, desnudísimos ya los árboles, desposeídos de ruido y fruto, y un garabato de humo blanco se fugaba de las chimeneas de las casas de campo, tapizando fuera el ambiente con su aroma hospitalario. El verde se había vuelto marrón en los jardines, y el viento mecía con violentos espasmos las ramas tensas de los arbustos. A cada rato, gráciles como signos de acentuación, tocaban tierra los pájaros mojados, y las sombras caminantes, como almas en pena bajo el paraguas, parecían melancolías de un verano ya olvidado. El otoño arrasaba esta ciudad como hoy, pero no todo es como era en aquellos días. Tampoco nosotros.
Con el abuelo, los calamares fritos en el Otero después de misa. Mamá compraba a veces un cucurucho al castañero de la Real, en estos días en que la piedra mojada vaporeaba su aroma picante a madera ennoblecida por el fruto. Asomaban las primeras bufandas en los niños, si el otoño venía con cristales de hielo, y papá estrenaba su larga gabardina camel sobre el traje, antes de echarse a las calles a toda prisa hacia el trabajo.
Al otro lado de la cristalera del salón, la tarde se volvía enseguida una lengua de penumbra, y el viento enloquecido de octubre solía dispersar las rachas de lluvia a su capricho, lanzándolas a estallar en salivazos contra el ventanal, haciéndome levantar del susto mis ojos de álbum de cromos de futbolistas de los días lejanos de la Quinta del Buitre. Me gustaba la hora de la cena, porque la casa solitaria y algo lúgubre de la tarde se convertía en pocos minutos en el jaleo bullicioso de la familia, según iban llegando unos y otros, para reunirse alrededor de la mesa y poner el colofón a la jornada.
Cuando estaba la abuela en casa, no menos de tres ollas soltaban bocanadas de vapor al mismo tiempo, y contra el frío el puchero bendecía el menú, a veces garbanzos y judías, otras la fiesta del lacón con grelos, o el aroma castizo del cocido. Las torrijas de media tarde, si sobraba pan, la leche frita en los días felices, y a veces la otra abuela nos enviaba a casa una enorme pota con un caldo mimado en cada detalle que podía levantar de su tumba a un muerto. Los días de cenar tortilla eran una alegría, y los días de fútbol, alguna vez, mamá nos dejaba cenar en salón frente al televisor, haciendo equilibrios con la bandeja, para que el huevo frito no terminara en la portería de Paco Buyo.
El ajedrez lentísimo, después de la siesta del abuelo, silencios que eran discursos en su presencia, y la delicada figura de sus manos blanquísimas trasladando las fichas mientras musitaba el tarareo de alguna vieja canción marinera. Las cartas a media tarde con la abuela, siempre la brisca entre sonrisas, y los ratos de tertulia tras la cena, escuchando las novedades de la jornada en boca de papá y mamá, o riendo con los avatares escolares de mis hermanos, mientras afuera, en la intemperie, el mundo era hostil y tenebroso, y el temporal podía hacer volar las tejas y sembrar de pánico a los niños en estruendosos rayos.
Días, voces, fotografías y sabores de un otoño que se fueron para no volver, y no alcanzo, nos pasa a todos, a situar el momento exacto de esa última vez, que fue inconsciente, que no fue especial, que no hubo adiós a aquellas rutinas, que nunca sabes lo que tienes hasta no tenerlo más. Pero esta luz de noche brillante de hoy, amarillo en las ventanas de las casas, y relámpagos blancos en los charcos de la calle, este tiempo que pide magosto, familia, y vino templado, y estas hojas crujientes amontonadas en las esquinas de las calles, me llevan a veces allá lejos, a donde los días eran el fulgor de una ilusión cualquiera, y el calor del hogar era purísimo, acogedor, e inviolable incluso para las más sofisticadas tecnologías del momento.
Crecimos en barrios discretamente familiares, en casas que creíamos normales, y en realidad eran un fortín contra el ruido exterior, contra el estímulo ajeno, contra la distracción inútil, contra la propaganda enemiga. Fuimos afortunados, porque esas casas ya no existen, o son un minúsculo bastión de resistencia atemporal. No habrá, me temo, más generaciones capaces de comprender la riqueza infinita de las mil horas de conversación con una abuela en la cocina sin el móvil escupiendo shorts, mientras circulan ollas y pucheros, y el valor incalculable de los minutos del tedio a media tarde, solitaria la casa, inventando algún juego de niños en el pasillo o abrazando algún libro peleón, mientras la lluvia monótona se escapa del poema de Machado y golpea las galerías de la ciudad adormecida, reivindicando una forma de vida que se fue con los postes de la luz de madera, los coches de un solo espejo retrovisor, las tiendas diminutas de ultramarinos, y las campanadas del viejo reloj de péndulo de la pared guiando el tempo de la tarde.
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