Las fuentes periodísticas y los calzoncillos
¿Por qué una fuente periodística cuenta algo? Todo profesional de raza sabe que normalmente alguien desvela algo cuando le conviene.
Todos recordamos aquella noticia dada por la cadena SER en aquel fin de la semana que terminó el 14 de marzo de 2004 según la cual en los vagones de los trenes que explotaron en las estaciones de Madrid viajaban terroristas islamistas. Lo de islamistas se sabía porque llevaban tres pares de calzoncillos que es algo que, al parecer, vestían por alguna convicción religiosa.
Me acuerdo perfectamente de que se aludía a "tres fuentes distintas" para certificar que, en al menos uno de los trenes que explotaron, iba un terrorista suicida. Era un elemento de juicio decisivo en unos momentos traumáticos en los que una nación sufría el mayor atentado terrorista de la historia de Europa y se jugaba el futuro en unas elecciones generales. Se confirmaba así que el ataque era de origen islamista y no etarra y se produjo el vuelco electoral que alguien, aún desconocido, pretendió.
El caso es que no hubo nunca terroristas suicidas en los trenes ni cantidad extra de calzoncillos en cuerpo alguno ni nada de eso. El caso hoy tiene importancia por el asunto de la revelación de las fuentes en el periodismo de investigación o no que se ha evidenciado en el juicio que se sigue contra el Fiscal General. Si no hubo terroristas islamistas ni calzoncillos, ¿cómo es que tres fuentes distintas certificaron que era cierto y un medio de comunicación relevante lo aceptó como tal y lo publicó?
¿Pueden mentir las fuentes? Claro que pueden hacerlo y muchas veces lo intentan. La mentira es el arma más utilizada del mundo. Por ello, a los periodistas que quieren ser veraces y pretenden servir a los ciudadanos con honradez, se les exige que confirmen lo que van a contarle a sus lectores u oyentes. Si no logran confirmarlo, no deben darlo a conocer porque pueden inducir a un error de juicio (y de voto).
¿Por qué una fuente periodística cuenta algo? Todo profesional de raza sabe que normalmente alguien desvela algo cuando le conviene. Puede convenirle por razones morales, las menos de las veces. Lo que he aprendido de este oficio es que alguien cuenta algo cuando alguien odia a alguien y busca su sufrimiento o cuando alguien piensa obtener beneficio de su revelación. Las muchísimas más de las veces.
Puede ser verdad lo que la fuente cuenta. Y muchas veces lo es, aunque tras la verdad desvelada no haya intenciones nobles ni buena voluntad. Pero si es o no verdad, es algo que debe ser contrastado, rastreado y confirmado por los periodistas, tarea que, créanme, tiene sus riesgos y sus errores. ¿Por qué? Porque muchas veces hay fuentes que mienten a sabiendas apostando por la credulidad del informador y no es fácil certificarlo con la prisa habitual del redactor.
Ahora bien, ,¿es el profesional del periodismo, de investigación o no, un ángel puro venido del cielo para salvar a los lectores, oyentes o televidentes? La honradez se le supone, como a los viejos soldados españoles el valor, que se decía en la cartilla militar cuando no habían demostrado aún nada en el campo de batalla. Pero no tiene por qué ser suficiente.
¿Puede mentir un periodista a sabiendas? Claro que sí. En Estados Unidos, en Europa y en España ha habido casos en los que el profesional, por ambición, por prisa en ascender o por incapacidad para conseguir un artículo relevante, han mentido conscientemente. En otros casos, han divulgado mentiras sin intención de hacerlo fiándose de fuentes falsas.
Recordemos, por ejemplo, el caso de la periodista de The Washington Post, Janet Cook, que llegó a recibir el Premio Pulitzer en 1980 por sus artículos sobre el niño Jimmy, drogado por su madre y aspirante a traficar de mayor, caso relatado con detalles innumerables y precisos. La policía, impresionada, lo buscó y el niño no aparecía. Finalmente se demostró que la periodista se lo había inventado y tuvo que devolver el galardón.
En España ha habido casos muy sonados, pero me ceñiré a uno, en sentido contrario, que me afectó personalmente. Mariano Rubio, entonces gobernador del Banco de España, me demandó por haber publicado que había viajado con los honores del "gratis total" en el barco de una empresa pública y presentó unos billetes pagados. Me acusaron de mentir y de publicar una noticia falsa. Se pidieron años de cárcel para mí e indemnizaciones suculentas. Finalmente, se demostró ante la jueza que los billetes estaban falsificados y que el plumilla, yo, no había mentido.
Viene todo esto a cuento de los periodistas que han testificado en el juicio que se sigue contra el Fiscal General del Estado. Cuando uno de ellos mencionó que tres fuentes distintas le habían filtrado el famoso documento por el que se juzga a Álvaro García Ortiz, se me vino a la cabeza la famosa noticia de la pluralidad de las fuentes y los pares de calzoncillos, noticia falsa que fue reconocida como tal muchos meses más tarde. Eso sí, valió unas elecciones. ¿Se sabe qué fuentes fueron las que provocaron el error o la mentira? No se desvelaron.
Ahora los que quieren salvar al Fiscal con su testimonio, se niegan a revelar sus fuentes, aunque tal decisión conlleve la condena del acusado, algo bien serio. No cabe otra opción que la duda y tal vez la sospecha. ¿Quién miente aquí? Ante la imposibilidad de saber si miente el propio Fiscal, sus colaboradores, sus jefes (el Amo) o los periodistas implicados, que por qué no, cuando uno cree deberse más a su ideología o interés político o personal que a su profesión y su deontología, ¿qué podemos esperar?
No queda otra que reconstruir en el juicio la verdad que se ajuste a todos los indicios, testimonios y hechos disponibles, que hay muchos y muy clarificadores, y esperar de los jueces que dicten la sentencia que en conciencia crean la adecuada. Por eso, la existencia de un poder judicial independiente y sin ataduras de nada ni de nadie es trascendental para la democracia. No es perfecto, porque también los jueces pueden corromperse, pero es lo que hay.
Y lo que no hay: la exigencia moral necesaria en una democracia sana. Eso ya no se enseña ni se supone. O sea.
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