
Europa, y en consecuencia Occidente, es una civilización que ancla su raíz en el Derecho, en el conjunto de derechos y obligaciones que tienen todos los ciudadanos, que nació con el derecho romano. "Dura lex sed lex", decía el viejo aforismo que resumía con perspicaz claridad el significado del Estado de derecho. Claro que posteriormente vinieron momentos oscuros que se caracterizaron por la ausencia de la ley y por la imposición de la fuerza como generadora de privilegios, que es el antónimo del derecho.
Incluso cuando los bárbaros dominaban la era del medievo, en 1215, nacía en Inglaterra la Carta Magna, que limitaba el poder del rey y lo sometía a las leyes, un poder que no podía actuar de forma arbitraria contra sus súbditos, que garantizaba la protección contra detenciones ilegales y el derecho a un juicio justo, que protegía el derecho a la propiedad y el de las viudas de volver a casarse si así lo querían. En aquellos años por los territorios hispanos nacían los fueros, cartas de derechos de los ciudadanos que otorgando seguridad jurídica buscaban atraer población sometida al poder bárbaro. Durante los largos periodos oscuros del absolutismo y la tiranía, muchos de estos principios fueron orillados, pero tuvieron que venir los ilustrados de la Escuela de Salamanca para definir el derecho de gentes, es decir el derecho internacional, y la ilustración europea asentó las bases para imponer los principios de legalidad, libertad e igualdad, que son la base de los sistemas democráticos porque no hay democracia fuera de la ley.
La historia nos enseña que cuando la ley fue orillada para imponer el abuso y los privilegios, el tiempo se frenó, los avances tecnológicos y sociales sufrieron un aletargamiento y el hambre y la incultura se expandieron. No hay otra razón para prescindir de la ley que imponer el abuso y los privilegios. El empobrecimiento intelectual, moral y económico que esta involución conlleva condena a toda la sociedad a vivir como súbditos inconscientes, nos debilita y nos hace vulnerables, y a partir de aquí todo es posible.
Siempre han existido tentaciones totalitarias que han comenzado la demolición de los sistemas políticos poniendo en cuestión el propio concepto de legalidad. Banalizar o matizar el viejo aforismo latino es el comienzo de la senda totalitaria. Una vez ha sido escondida la Ley en el baúl del olvido, ya no hay marcha atrás, y cada vez que ha habido que rescatarla ha costado millones de vidas humanas y un enorme sufrimiento.
Hoy asistimos a otro de esos momentos históricos en los que los poderosos, arrogándose una representación nacional e incluso divina –como se justificaban los viejos dictadores, que alegaban disponer de la gracia de Dios para fusilar a los enemigos, como si lo fueran también de Dios–, gobiernan numerosas naciones. Rusia invade Ucrania simplemente por ambición territorial y amenaza a toda Europa con sus incursiones aéreas y ciberataques. Estados Unidos, la que fue la democracia más perfecta del mundo, según Alexis de Tocqueville, se ha convertido en el mundo de Orwell. Se justifica y se alienta el asesinato de periodistas, si son de la oposición claro, ya que "estas cosas pasan", se atacan lanchas en aguas internacionales en lugar de apresarlas lo que dice muy poco de la capacidad de la marina norteamericana, salvo que en el fondo no se pretenda hacer cumplir la ley sino la eliminación física de delincuentes, se amenazan territorios soberanos de otros países y se perdona a delincuentes por interés personal de la autoridad, nada muy diferente de lo que habría hecho Cromwell o Luis XVI.
Pero no solo se producen estos ataques masivos y evidentes contra la Ley, no descuidemos los atentados que la Ley sufre a diario, subrepticios a veces, otros más evidentes, amparándose en otros principios que se estiman superiores, cuando nada hay por encima, por debajo o al lado de la ley. El marxismo, en todas su derivadas, establece que el principio de legalidad y en general el derecho son un instrumento de opresión y no un reflejo de justicia universal. Es decir supedita la ley a un etéreo concepto de soberanía o justicia popular que el poder interpreta y ejerce solo para satisfacer sus objetivos alegales y amorales, y por eso la izquierda europea se deshizo teóricamente del marxismo, porque es incompatible con la democracia.
Y nosotros tampoco somos ajenos a esta tragedia: el desmoronamiento del principio de legalidad en España y, en consecuencia, la imposición de los privilegios y la arbitrariedad, avanza con paso firme, casi diría que irremediable.
La ley de leyes se reinterpretan basándose en unos criterios que no son necesariamente compartidos por la sociedad, sino solo por un tribunal de magistrados nombrados por los mismos políticos que acometen la demolición del Estado de derecho. Sin pudor se reescribe la Constitución cada día y donde se decía el derecho a hablar otras lenguas cooficiales se habla del derecho a hablar la lengua común, donde se habla de igualdad de derechos, se interpreta la necesidad de conceder privilegios argumentados en bases históricas pero amparados en los votos necesarios para continuar con la demolición.
Y el mismo que está demoliendo la Constitución acomete reformas legales para dirigir la instrucción de los procesos judiciales, algo propio del absolutismo, ¿lo va a hacer con un criterio diferente al que lo guía? Los delitos de traición, sedición, se amnistían para conseguir la necesaria convivencia que los mismos delincuentes destruyeron. El gobierno obvia todos los procedimientos garantistas para repartir prebendas a sus empresas o las de sus allegados y discrimina y casi acusa a las que no se someten a su voluntad. La independencia judicial, ese gran enemigo de los autoritarios, es puesta en cuestión permanentemente. La libertad de prensa, el más mínimo derecho de crítica que caracteriza a las sociedades libres, se mediatiza al depender los medios de los subsidios públicos para sobrevivir, mientras que se crean medios digitales que sirven de altavoces justificadores de la extorsión y del asalto, que se riegan con dinero público de forma directa o indirecta a través de empresas controladas.
"La verdad no se filtra", es el resumen de todo este ataque despiadado y seguramente vencedor, pero solo aquella verdad que interesa, la que busca eliminar al contrario. Porque en este asalto a la ley no solo se pretende el control de la sociedad, la extorsión de los que piensan diferente, sino también la desaparición de la oposición política. Solo una intención totalitaria se esconde detrás de este ataque calculado y perfectamente estructurado. La lucha contra la corrupción no resulta creíble al margen del Estado de derecho, de la ley, y por eso la corrupción forma parte inseparable de la demolición de ley: en la historia siempre convivieron tiranía, decadencia y corrupción.
Uno podría creer que quizás un cambio político sería suficiente, pero hay dos razones para pensar que no será así. Una, que el concepto de asalto a la ley que vemos en los populismos no es solo patrimonio de la izquierda, también hay una derecha populista que comparte el ataque al Derecho, porque también constituye una barrera a sus intereses y principios. El orden, la soberanía nacional, los derechos de algunos no están por encima de la ley, y ninguno de estos argumentos justifica saltarse la ley para hundir embarcaciones de emigrantes o negar derechos a ciudadanos simplemente porque llegaron sin cumplir con los trámites administrativos o porque no nos gusta su modo de vestir o su religión. La segunda se manifiesta en el boicot de algunos a la Corona en el cincuenta aniversario, que tiene que ver precisamente con la puesta en cuestión de la monarquía parlamentaria como mecanismo garantista de la Constitución a través de su auctoritas. El ataque infame al monarca emérito, forma parte de esta conjura de los necios, que pretende desarticular por un lado evidentemente débil, quizás el único mecanismo de defensa que nos queda hasta que los españoles volvamos a reinventarnos para volver a los principios únicos y ejemplares de la Transición.
Vienen malos tiempos para los que creemos en los principios fundacionales de Occidente, aquellos de Ulpiano, Papiano, Juan sin Tierra, Francisco Suárez o Montesquieu. Soy pesimista, lo admito. Llegados a este cincuenta aniversario, he de reconocer que todo se torció en 2004 con la imposición del concepto de justicia popular, es decir de algunos contra otros, y con la alianza contra natura del internacionalismo con el nacionalismo para conservar el poder al servicio de los intereses de algunos, pero no de todos.
