
Corría el mes de junio del año 2023 cuando Partido Popular exultante se disponía a asaltar el gobierno de España. Acababa de obtener un triunfo incontestable en las elecciones autonómicas y municipales conquistando todas las plazas que estaban en duda e incluso alcanzando victorias inesperadas como en Sevilla o en Extremadura.
Sin embargo, en vez de no hacer nada y limitarse a esperar a que la fruta madura cayese del árbol –una táctica que patentó Rajoy y que tan buenos resultados les ha dado en el pasado–, se diría que estaban obstinados en regalarle a Pedro Sánchez otra legislatura más. Sin motivo aparente, comenzó un reguero de barones autonómicos planteando estrategias en sus relaciones con Vox diametralmente opuestas e incluso contradiciéndose a sí mismos: para muestra, el caso de María Guardiola en Extremadura, que pasó de defender establecer un cordón sanitario a meterlos en su gobierno.
Huelga decir que, a estas alturas, a los electores del Partido Popular se la repampinfla sus pactos con Vox. Después de que Pedro Sánchez haya traicionado todo y a todos con tal de seguir en el poder a toda costa, lo que menos les preocupa a sus votantes es que lleguen a acuerdos con quien de facto se ha convertido en su aliado natural.
Por el contrario, no supieron ver esta realidad y sus volantazos en esta cuestión durante toda la campaña de las generales abonaron el terreno para que Pedro Sánchez entonara "que viene la derecha" y sus electores se movilizaran. No hay que ser un genio para inferir que si tú mismo le regalas a tu adversario el relato de que es peligroso pactar con un determinado partido político, este va tener mucho más fácil colocar esa narrativa en la opinión pública.
Aún así, este no fue el único error de calado, sino que el hecho de que Feijóo decidiera no participar en el debate a cuatro de RTVE fue una metedura de pata mayúscula al dar la impresión de ser un líder que tenía miedo a confrontar su proyecto con el de sus adversarios, una imagen de debilidad que es verdadera kryptonita electoral. En honor a la verdad, la historia de ausencias en los debates por parte del PP viene de lejos y, spoiler: nunca sale bien.
Además del caso antes mencionado, tenemos a un Javier Arenas en el 2012 que parecía que tenía la Junta de Andalucía a sus pies y faltó al debate de Canal Sur o a una Soraya Sáenz de Santamaría que sustituyó a Rajoy en otro debate a cuatro en el 2015.
En la actualidad, María Guardiola ha decidido no acudir al debate que se celebrará pocos días antes de las elecciones extremeñas, replicando una estrategia que tan funestos resultados les ha traído en el pasado. Para más inri, en el transcurso de la precampaña ha reproducido los mismos complejos que ya manifestaron en el pasado sobre los posibles pactos con la formación de Santiago Abascal.
En un momento que no podía ser peor para el PSOE, con dos secretarios de organización que han pasado por la cárcel, un candidato extremeño que está imputado por enchufar presuntamente al hermano del presidente y en pleno estallido del caso Salazar ahuyentando al voto femenino, no se les ocurre mejor táctica electoral que replicar las mismas estrategias fallidas.
Una y otra vez los opositores al régimen sanchista contemplamos con consternación el mismo patrón: cuando lo tienen todo hecho y sólo tienen que sentarse a esperar a ver sus enemigos arder en el mismo infierno que ellos han creado, van se pegan un tiro en el pie, arrojándoles de paso una cubeta de agua.
Es como si fueran víctimas del síndrome del impostor y pensaran que el poder no les pertenece, que no son merecedores de este y a última hora siempre practicasen un autoboicot inconsciente para tirarlo todo por la borda. De hecho, ya podrían tomar nota de lo que se dice en la serie danesa Borgen: "el poder no es un cachorrito que salta a tu regazo y se queda ahí tranquilito. Tienes que domarlo y sujetarlo porque si no, desaparece".
La única dentro del PP que sí parece que lo ha entendido es Isabel Díaz Ayuso, la cual jamás tuvo nunca ningún complejo en sus pactos con Vox ni ha dado signos de debilidad o de no querer confrontar su proyecto. De hecho, fue gracias a su iniciativa que se empezara a investigar el asunto de las mascarillas o que acabara condenado el ya exfiscal general del Estado.
En este sentido, rescato la reflexión que hizo sobre ella la periodista Pilar R. Losantos: "ante la amenaza del Estado, redobla la apuesta y se arriesga hasta el final. Aún a riesgo del sufrimiento que conlleva el proceso, la gloria es impagable. Otros no se atreven a perder y por eso no van a ganar jamás". Lo cierto es que ni siquiera les estamos demandando que se atrevan a perder, simplemente les pedimos que no parezca que hagan lo posible por ello.
El mayor enemigo del Partido Popular no está ni en la izquierda ni en Vox, sino en sí mismo. El PP sigue comportándose como un partido que teme ganar, como si cada victoria fuera un accidente y cada error una profecía autocumplida. Por eso se esconde en los debates, se atasca en los pactos y permite que otros escriban el relato por él. Ese complejo histórico –el verdadero síndrome del impostor– es lo que explica sus derrotas más dolorosas. Porque en política, al igual que la vida, nadie conquista nada pidiendo perdón por existir.
