¿Dilema moral o paradoja del mentiroso?
El dilema moral, en suma, no reside en el secreto profesional. Reside en haber proclamado una certeza, la inocencia del acusado, sin estar dispuesto a asumir las consecuencias éticas de sostenerla.
"Yo sí sé quién es la fuente". ¡Qué gran oportunidad tiene el periodista de elDiario.es, José Precedo, de salvar a un inocente, ridiculizar al Tribunal Supremo y encumbrar a Pedro Sánchez! Una vez condenado el fiscal general del Estado, sólo tiene que revelar quién lo hizo, y convertirse en el justiciero mayor del reino. Sus palabras, pronunciadas solemnemente ante los magistrados, fueron contundentes: "Es una persona que yo sé que es inocente porque conozco la fuente, pero no la puedo revelar por el secreto profesional. Y si la revelo, perderé credibilidad, y yo vivo de mi reputación". Pongamos que nos lo creemos.
La frase contiene todos los elementos de un dilema moral clásico: la tensión entre el deber de confidencialidad y la obligación de evitar una injusticia. Y, sin embargo, una vez recaída la condena, el periodista mantiene el silencio. Él mismo se ampara en que es un dilema moral. Y, en efecto, lo es; pero también es una contradicción profunda que interpela a la profesión periodística, al Estado de derecho y al propio José Precedo. Y no en un caso menor, se ha condenado al fiscal general del Estado. Si el periodista asegura conocer la inocencia del acusado, su silencio le hace cómplice de una condena injusta. Imaginemos que alguien es condenado a muerte injustamente y el periodista que podría impedirlo decide priorizar el secreto profesional a la vida de un inocente.
El secreto profesional existe para proteger a las fuentes, especialmente cuando revelar su identidad podría ponerlas en riesgo o impedir la función de vigilancia del poder. Pero esa protección tiene límites: no está diseñada para blindar la posible comisión de un delito, ni para impedir la reparación de una injusticia, ni para convertirse en refugio de conveniencia cuando un periodista teme que su reputación quede dañada. Si una democracia se basa en la separación de poderes, ¿ha de tener el periodismo una patente de corso amparada en el secreto profesional, sin excepción alguna? Precedo afirmó ante el tribunal que el fiscal general no le remitió información alguna y que la fuente era otra persona. Y admitió que si revelara quién le entregó el documento perdería credibilidad profesional. Ahí comienza el verdadero conflicto ético.
El periodista, al afirmar con tanta rotundidad que "el acusado es inocente", introduce una responsabilidad moral que él mismo parece no querer asumir. Porque quien asegura conocer datos capaces de exonerar a un condenado -y más tratándose del máximo representante del Ministerio Fiscal- asume, aunque no quiera, una carga extraordinaria. Si su afirmación es cierta, su silencio contribuye a que una persona inocente cargue con una condena. Y si no lo es, entonces no sólo engañó al tribunal, sino que se sirvió del secreto profesional como escudo retórico para influir en un proceso judicial.
Pero incluso partiendo de la interpretación más benévola -es decir, que Precedo crea genuinamente en la inocencia del fiscal general-, la contradicción persiste. Porque coloca por encima de la justicia dos bienes estrictamente personales: la protección de una fuente cuya identidad podría revelar una filtración irregular y la protección de su propia carrera profesional. En otras palabras: reconoce que liberar información que salvaría al fiscal general podría perjudicarle a él mismo. Esa confesión, pronunciada por quien invoca la ética periodística, es difícil de sostener sin sombra de incoherencia.
El Tribunal Supremo interpretó sus afirmaciones como una amenaza velada, quizá porque sonaron más a advertencia que a colaboración. Pero más allá de esa lectura jurídica, lo relevante es el dilema moral: ¿puede un periodista, en nombre del secreto profesional, permitir conscientemente que se mantenga una condena injusta? ¿Puede anteponer su reputación a la verdad procesal? ¿Puede proteger a una fuente que, según él mismo sugiere, habría filtrado un documento clave?
La lógica interna de su testimonio resulta difícil de sostener. El periodista pide ser creído sin permitir que nada que pueda avalar su afirmación sea contrastado. Exige confianza en una verdad que él mismo impide verificar. Y aquí aparece inevitable la comparación con la paradoja del mentiroso atribuida a Eubulides de Mileto: "Estoy mintiendo. ¿Lo que digo es verdadero o falso?"
En la paradoja, el enunciado se destruye a sí mismo: si dice la verdad, miente; si miente, dice la verdad. Un bucle sin salida. Algo semejante ocurre con José Precedo:
-Si dice la verdad sobre la inocencia del fiscal general, su silencio contribuye a mantener una condena que él cree injusta.
-Pero si no dice la verdad, su declaración fue instrumental y su credibilidad queda aún más dañada.
La contradicción se hace inevitable. Su autoridad moral depende de que lo que afirma sea cierto, pero él mismo impide comprobarlo. Su credibilidad descansa en un secreto cuya revelación, según él, la destruiría. Un círculo perfecto de autojustificación.
La paradoja final es que, si decía la verdad, ahora tiene la oportunidad de demostrar que su intervención no fue un artificio dialéctico. Pero calla. Y al callar, deja al público ante un desconcierto inevitable: si guarda silencio por miedo a perder crédito, demuestra que su credibilidad depende más de la opacidad que de la transparencia; si calla porque la fuente cometió un acto grave, la protege frente a la justicia. Y siempre queda la interpretación más incómoda: quizá simplemente mintió para influir en el tribunal. Y nunca podrá desvelarla porque no existe.
El dilema moral, en suma, no reside en el secreto profesional. Reside en haber proclamado una certeza, la inocencia del acusado, sin estar dispuesto a asumir las consecuencias éticas de sostenerla. En esa contradicción, quien pierde no es sólo el periodista ni el fiscal general, sino la confianza pública en el periodismo como garante de la verdad.
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