
El grado de satisfacción gastronómica suele ser inversamente proporcional a la dificultad o complicación de la receta de que se trate; es mucho más fácil disfrutar de unas sardinas asadas en la playa, aunque sean miles los comensales, que conseguir que para un número semejante de personas se puedan preparar unas almejas a la marinera correctas, por poner otro ejemplo marino. O una paella "decente" para una multitud, que también entra en estos jolgorios la absurda variante de los récords para el Guinness.
Pero el hecho es que proliferan las fiestas de exaltación gastronómica, entre las que no son las menos importantes las dedicadas al vino, y que esas fiestas llevan al lugar en el que se celebran a muchísima gente que, producto concreto aparte, se dejan un buen dinero en el pueblo, lo que es bueno para todos... menos para quienes somos más bien poco partidarios de las aglomeraciones, sobre todo las veraniegas.
Últimamente se ha introducido una variación: el concurso. Se trata de premiar a quien haga la mejor tortilla de patatas o la mejor empanada o el mejor morteruelo o... la lista puede ser casi infinita. Concursos abiertos al pueblo; quiero decir, concursos en los que los participantes suelen ser cocineros aficionados, domésticos, que hacen lo que saben y lo que pueden. Otra cosa son los concursos cuyos protagonistas son cocineros profesionales; pero éstos son menos "populares" y suelen quedarse para congresos o certámenes dirigidos precisamente a ellos.
Ay, los concursos "populares"... Qué cosas se ven y, qué remedio, se prueban. La labor del jurado –para el que los organizadores sí que suelen buscar profesionales, sean cocineros o críticos– es mucho más dura de lo que se puede imaginar desde fuera. Les puedo jurar que, de todas las actividades a las que me ha llevado mi dedicación a la gastronomía, la menos envidiable es la de miembro del jurado de alguno de estos concursos... aunque nunca falta quien diga eso de "¡cómo vives!".Para empezar, hay que probarlo todo. Literalmente. Uno ve una tortilla cuyo aspecto es cualquier cosa menos apetitoso y su reacción inmediata es pasar de ella: no hace falta probarla para darse cuenta de que esa tortilla es una aberración culinaria. Ah... pero el jurado "actúa" delante del público, y entre el público están, aparte de los que esperan banquetearse después con lo que provea la organización –estas cosas suelen acabar en cuchipanda colectiva–, los propios autores de los platos, sus familiares, sus amigos... Cualquiera se arriesga a que le vean pasar olímpicamente de la obra de uno de los candidatos: hay que probarla. Y los comentarios, muy bajito y sin descomponer el gesto.
Porque hay candidaturas que... No sé, a lo mejor a la familia del autor o autora le encanta esa tortilla, pero se trata simplemente de un caso más de amor filial. "¡Cómo no va a estar buena la tortilla de mi madre!", piensan, y cualquiera les desengaña. Así que cuando uno, en uno de estos jurados, se encuentra con una tortilla hecha simplemente con huevos y patatas, si acaso con un aire de cebolleta, se pone muy contento y la adopta como candidata propia al triunfo. Y es que no se pueden ustedes ni imaginar lo que mucha gente entiende por "tortilla de patatas": increíble, de verdad.
Quede claro que estos concursos festivaleros, se hagan en San Sebastián, La Coruña o Sebastopol, no tienen nada que ver con el muy profesional Campeonato de España de tortillas de patatas que se celebra cada noviembre en el Kursaal donostiarra en el marco del congreso "Lo mejor de la gastronomía": ahí los miembros del jurado lo solemos tener difícil... pero por razones diametralmente opuestas a las que concurren en los concursos para aficionados.
En estos últimos, créanme, lo mejor es que, a la hora de nombrar jurados, lo dejen a uno "fuera de concurso"... y se vayan al bar de la esquina a tomar un pincho de tortilla "profesional".